martes, 24 de abril de 2012

Nosotros, los muertos

No es común en mí, para nada común, que escriba en el universo creado por otro. Me parece un abuso, una especie de plagio. Sin embargo alguna vez lo hice para un concurso cuya consigna trataba sobre la novela Soy Leyenda, y escribí un relato, fanfic que le llaman, ambientado en el genial entorno creado por Richard Matheson:


Nosotros, los muertos




I



—¡Sal, Neville!

Ben Cortman agitó el brazo en dirección a la casa silenciosa y gruñó. Olisqueó el aire como un animal y se pasó la lengua por los labios resecos. Su presa más próxima no estaba adelante, sino detrás, pero sabía que no debía moverse. Continuó con la farsa y gritó una vez más. Neville no dio señales de oírle. Nadie en la cálida noche respondió a su afrenta, pero unos pasos delicados sonaron más cercanos y más confiados. A un lado había otro hombre de pie, hamacándose hacia los lados como un péndulo. Ben creyó que podría arruinar su cacería y lo ahuyentó con un rugido, mostrándole los dientes. El otro hombre se alejó atemorizado y abandonó la acera rumbo a la casa vecina.

—¡Sal, Neville!

Los pasos huidizos a sus espaldas sonaron lo suficientemente cercanos como para que el astuto Ben realizara su ataque. Cortman se dio vuelta sobre sus talones y corrió hacia la indefensa presa que lo observaba como poseída. La joven mujer apenas pudo gritar antes de que las fauces feroces de Ben se cerraran sobre su cuello y desgarraran la carne. Cayó de espaldas sobre el pavimento haciendo un ruido sordo al golpear, y Cortman la acompañó adherido a su cuerpo como un parásito. Otros hombres y mujeres que se encontraban en los alrededores vieron la escena y se sintieron llamados por la sangre derramada. Se inclinaron a respetuosa distancia y lamieron el suelo sin que Cortman con sus gruñidos pudiera evitarlo. En pocos minutos eran tantos en torno a la presa, aullando y golpeándose por una gota de sangre, que Ben mismo decidió abandonar los restos y entregárselos. Se sentía saciado. Su cabeza comenzaba a aclararse y su estómago a endurecerse. Le parecía estar cargando con una docena de ladrillos en su interior. Por un momento pensó en lo que le estaba ocurriendo y sonrió. Sabía lo que era y lo que estaba haciendo. Sabía que la muerte de los demás significaba vida para él. Era conciente de su cualidad de vampiro y lo disfrutaba.

Se alejó de la multitud con paso lento, arrastrando ligeramente los pies, y las sombras cubrieron su retirada de los ojos curiosos de sus congéneres, y de aquel que espiaba dentro de la casa a oscuras; de aquel que tenía vedada las noches por el resto de su vida.



II



El crepúsculo llamó a Cortman con la misma intensidad que los rayos matinales despiertan a los pájaros en las copas de los árboles. Abrió los ojos y una idea concreta se apoderó de su mente y lo obligó a echarse a andar. La trampilla se destrababa desde dentro y él tanto podía escalar como descender de la chimenea. Esa vez decidió descender y salir a la calle por la puerta trasera. Siempre era precavido en sus apariciones frente a la casa de Neville porque sabía que éste lo espiaba para descubrir su guarida.

—¡Sal, Neville!

El grito desgarró las penumbras y un golpeteo apresurado de maderas y cerrojos llegó a oídos de Ben. Ahí estás, amigo, pensó. Déjame ponerte una mano encima y morder tu cuello, Robert. Tarde o temprano, sabes, eso ocurrirá.

Pensar en la sangre de Neville reactivó su eterna sed y buscó en derredor con ojos de fuego. Nadie se aproximaba a menos de diez pasos. Todos le temían porque veían en él a un oponente poderoso.

—¡Sal, Neville!

Se aproximó a la puerta de entrada de la casa y observó con detenimiento. Tablones de madera y collares de ajo pestilente bloqueaban las ventanas; un espejo roto colgaba a un lado y se balanceaba con el viento. Cortman retiró la vista instintivamente y se inclinó para recoger una piedra. La presionó con la mano pálida y la arrojó con fuerza. El espejo se quebró aún más y los pedazos se esparcieron sobre la hierba. Luego, gruñendo se volvió hacia la puerta y sopesó la posibilidad de arremeter contra ella e intentar derribarla, pero concluyó que sería inútil e, incluso, bastante arriesgado. Neville estaría esperando con sus armas.

Gritó una vez más y se limitó a esperar. Y esperó hasta que el calor insoportable del amanecer ardió en su piel y lo obligó a retirarse a su guarida con el estómago vació y mil voces en su cabeza gritando desesperadamente por un trago de sangre fresca.



III



Cuando murió su esposa, Cortman tomó la decisión de quitarse la vida. Tenía todo preparado desde varios días antes, y cuando al fin ella exhaló el último suspiro descendió los doce escalones del sótano y subió a la silla con esfuerzo. Ajustó la cuerda a su cuello y dejó caer una última lágrima sobre el piso húmedo. Respiró hondo y empujó la silla lejos, agitando sus piernas. Agonizó durante segundos interminables, hasta que dejó de moverse y los zapatos cayeron de sus pies. Cinco minutos después sonaba el teléfono en la sala, pero nadie lo atendería jamás. El que llamaba era Neville, desde la oficina o desde su casa, preocupado por la salud de su amigo infectado. Pero ya no importaba. Cortman no podía escucharlo.

Al tercer día abrió los ojos. Aún pendía de la cuerda y debió esforzarse mucho para cortarla y caer al suelo. Su cuerpo hedía a muerto y su estómago era un gran agujero ansioso de ser calmado. Corrió escaleras arriba como un espectro. La sangre de su esposa apenas alcanzó para quitarle la sed.



IV



El portón abierto del garaje lo tomó por sorpresa. Jamás había esperado que Neville fuera a descuidarse tanto. Entró como una tromba y buscó en las penumbras, infructuosamente. No estaba allí, claro. Ni siquiera se podía acceder al interior de la casa porque el sitio estaba colmado de ajos y tablones. También había cruces, pero Ben se reía de ellas.

El ruido de un motor le hizo salir a la calle, donde una multitud de vampiros se agrupaban ya. La camioneta se aproximaba a toda velocidad. Se hizo a un lado y dejó que el vehículo embistiera a unos cuantos estúpidos. Eso obligó a Neville a desacelerar y Ben aprovechó la ocasión para introducir medio cuerpo por la ventanilla del acompañante.

—¡Neville! —gritó y le manoteó un hombro. Consiguió arañarlo un poco, pero él se zafó con golpes. Mordió su mano y recibió un puñetazo que lo desestabilizó, pero cuando golpeó el pavimento con la espalda sintió que el sabor de la sangre de su antiguo amigo lo reanimaba.

La camioneta aceleró calle abajo y la multitud corrió tras ella, en cambio Ben Cortman se volvió a la casa y esperó. Estaba convencido de que habiendo bebido apenas una pizca de la sangre de Neville sería capaz de asimilar sus ideas y anticipar sus movimientos. Y de alguna manera no se equivocó. La camioneta regresó tras dar una vuelta en redondo y Neville se apeó de un salto. Cortman se interpuso en su camino mostrándole los dientes pero Robert era grande y fuerte, y parecía estar en buena forma porque con un par de golpes certeros lo hizo a un lado y corrió hacia la puerta principal. Cortman lo siguió como pudo, pero no logró evitar que huyera al interior y cerrara la puerta con cerrojo. Aulló mientras las heridas en su rostro se cicatrizaban y volcó toda su furia contra la camioneta abandonada. En pocos minutos, con la ayuda del resto de la horda de vampiros, destruyeron el vehículo hasta dejarlo inutilizado.



V



Hubo un período confuso en la transformación de Cortman luego de beber la sangre de su esposa. Él comprendía que su regreso a la vida estaba fuera de toda lógica y que su actitud agresiva sólo podía atribuirse al comportamiento de una fiera desbocada, gobernada por oscuras y desconocidas fuerzas, pero de todas maneras aún guardaba en su mente ciertos hábitos humanos que pautaban sus movimientos. Así, lo primero que hizo al salir a la calle fue subirse a su auto y conducir hasta la casa de Neville como si se tratara de un día laboral más. Era de noche y aún no comprendía que esa diferencia horaria sería definitiva en su nueva vida. Bajó frente a la puerta y soltó el primero de sus interminables gritos contra la fría madera:

—¡Sal, Neville!

En esa ocasión la puerta no tardó en abrirse. Neville apareció con un semblante sombrío y desaliñado. Se diría que había enloquecido.

—¡Neville! —gritó Cortman y saltó hacia delante. Robert apuntó dos armas a la cabeza de su amigo y disparó en reiteradas ocasiones. Ben cayó de espaldas, pero logró reponerse y volver a avanzar. Los agujeros se sellaron en cuestión de segundos y muy poca sangre se perdió. Neville volvió a disparar con menor convicción y acabó encerrándose en el interior de la casa al descubrir la inutilidad de sus armas.

Desde entonces cada noche Cortman encontraba una nueva defensa colocada en las paredes y ventanas de la casa. Con mucho esfuerzo Neville la había transformado en un bunker.



VI



La aparición de un collar de ajos rodeando un plato con salchichas fue un descubrimiento intrigante para Cortman. Estuvo dándole vueltas al asunto por varias noches, en las que apenas probó la sangre de alguna mujer moribunda, hasta que, por fin, su mente de muerto viviente pudo concebir la idea en su forma total. Había pensado en una trampa, o en una distracción para que él abandonara su puesto frente a la casa de Neville, pero acabó comprendiendo que aquello no era sino un plato de comida para alguien más, para alguien a quien Robert quería atraer. La idea lo trastornó más de lo que estaba. Neville era suyo y no estaba dispuesto a compartirlo con nadie. Se sintió enfermar y se dijo que debía montar guardia hasta dar con aquel intruso y destruirlo. Sin embargo las noches transcurrían sin sobresaltos y no aparecían rastros de la criatura. Notó que a veces el plato estaba vacío o que incluso no estaba, y decidió que debía cambiar de actitud si quería lograr algo.

Por largas noches vagabundeó en los alrededores, buscando en los escondrijos menos pensados, hasta que en uno de ellos una sombra veloz cruzó frente a sus ojos y se perdió en los arbustos de la casa vecina. Ben sonrió satisfecho: había descubierto la forma de su enemigo. Era un perro, y Neville lo quería para sí. Aulló de alegría y echó a correr hacia la casa vecina. Le sería difícil, pero ya le daría alcance a aquel animal.



VII



Cada noche Ben se descubría más solo en la oscuridad de la calle, frente a la casa de Neville. Comenzó creyendo que su aspecto temible y su fiereza alejaban a los demás vampiros, pero, poco a poco, fue comprendiendo que no estaban allí simplemente porque habían dejado de existir. Habían sido llamados una vez más a la muerte de la carne, a la tierra húmeda y al descanso final. La idea lo perturbaba. Morir era una visión indeseable incluso para un vampiro, pero la soledad que la muerte de los demás le acarreaba, era un mal aún peor. Siempre se consideró un ser autosuficiente, individualista, y veía en los demás vampiros a bestias carroñeras poco dignas de su condición, pero debió aceptar que en conjunto su actitud feroz se potenciaba. Solo era apenas un alma en pena aullando su hambre a una luna cruel.

Cierta tarde, al despertar y salir de la chimenea, descubrió su casa revuelta de pies a cabeza y comprendió que su enemigo, Neville, estaba buscándolo para matarlo. También comprendió que él se había estado encargando de eliminar a los demás vampiros, y se sintió atemorizado. Si lo atacaba mientras dormía no podría hacer nada. Debía alejarse un tiempo de aquel sitio hasta que apareciera el momento adecuado.

Lo haría, se dijo. Era una cuestión de supervivencia.



VIII



Al principio el alimento abundaba en las calles de la ciudad. La gente poco informada era presa fácil de los vampiros y sucumbían por decenas. La sangre inundaba las zanjas y la ferocidad de los vampiros crecía con la matanza. Sin embargo la escasez no tardó en llegar. Los vampiros no tenían forma de conseguir más alimento que atacando a otros seres vivos —o reanimados—, y eso limitaba su accionar. Asimismo eran incapaces de pensar en cosas como la reproducción o la organización social y actuaban siempre como manadas sin guía, yendo de un sitio a otro según la necesidad los obligara.

Se pensaba que aquel sería el final de los vampiros y de la humanidad toda. Neville mismo hacía estos cálculos cada noche en la oscuridad de su habitación, pero algo cambió antes de que esto ocurriera. Hubo adaptación. Los vampiros, lentamente, selectivamente, mutaron. Y Cortman estuvo allí para presenciarlo. Estuvo allí para asombrarse frente a la ferocidad y la inteligencia de este nuevo grupo de seres que comenzaban a gobernar las calles.

Los vio por primera vez en el cementerio, clavando sus picas a los cadáveres recientes, y comprendió que habían llegado para quedarse. Con el pasar de los meses se multiplicaron, y el exterminio que llevaban a cabo hizo aún más difícil la posibilidad de supervivencia de Ben. Ya restaban pocos seres en la ciudad que contuviera sangre fresca y él se vio obligado a recurrir a la triste tarea de calmar el apetito mordiendo sus propias muñecas.

Deambuló por los suburbios buscando alimañas, hasta que una noche se decidió a regresar y acabar de una vez por todas con la obsesión de su nueva vida: matar a Neville.

La casa estaba en sombras, curiosamente silenciosa y lejana, como muerta, y Cortman se preguntó si no sería ya demasiado tarde. Temió que aquellas criaturas feroces hubieran dado cuenta de Neville antes que él y corrió hacia la puerta de entrada.

—¡Sal, Neville! —gritó como implorando. Su terror se acrecentó con el pasar de los minutos y por primera vez en muchos meses sintió una congoja inexplicable crecer en su pecho. Deseaba la sangre de Neville, era cierto, pero había algo más allí, de trasfondo, un impulso poderoso que lo unía a la suerte de su antiguo amigo, que lo hermanaba.

—¡Sal, Neville! —susurró esta vez sin fuerzas y bajó la mirada. Jamás lo lograría. Jamás. Algunos vampiros que estaban en los alrededores se aproximaron, pensando que tal vez se podrían aprovechar de este Cortman vencido y extrañamente indefenso. Se miraron, temerosos, y avanzaron un poco más.

En ese momento las luces blancas de decenas de poderosos faros los encandilaron. Un grupo de gente emergió de los coches oscuros con armas en las manos y avanzó hacia el conjunto de vampiros desconcertados que no atinaban a escapar siquiera. Abrieron fuego despiadadamente, destruyendo los cuerpos a una velocidad inusitada, y luego clavaron sus picas en los pechos para desangrarlos. Cortman echó a correr de inmediato y buscó su refugio como un animal aterrorizado. Trepó al tejado de la casa vecina y se arrastró como pudo hacia la chimenea, pero los hombres lo descubrieron con sus linternas y abrieron fuego sin piedad. Soportó estoicamente una balacera inédita, digna de una película de acción, y abrazó la chimenea como implorando piedad, pero no hubo tal. La salvación, tan cercana y tan lejana a la vez, le fue negada y Cortman, de pie sobre el tejado, cegado por las luces y atravesado por las balas, comprendió que había llegado su final. Comprendió que ya nada restaba por hacer y que, tal vez, la muerte fuera un buen destino para esta nueva vida despiadada a la que había sido despertado.

Rodó por el tejado y cayó al pavimento pesadamente. Los hombres lo rodearon con las picas en las manos. En sus rostros se veía furia y placer.

—¡Matemos al monstruo! —gritó uno.

Cortman pensó en Neville y sonrió por última vez. Es curioso, pensó, a pesar de todo tenemos un mismo destino, Neville: hemos de desparecer.

Nosotros, los muertos.

sábado, 2 de abril de 2011

El destino y la piel

Les presento un relato corto que ha tenido una suerte dispar. Originalmente se publicaría en una revista de CF peruana, pero ésta nunca llegó a aparecer. Luego de varias idas y vueltas acabó como finalista del certamen Monstruos de la Razón 2010 que organiza Ocio Zero.


De todas las técnicas de caza que conozco, la del noatí es la más ingrata. Uno llega a ese planeta infernal donde habitan y son plaga, coloca las jaulas y simplemente se sienta a esperar que ellos aparezcan. Generalmente, por la tarde, salen de sus cuevas y, no bien lo ven a uno, no importa la distancia donde se encuentren, comienzan un lento peregrinar rumbo al interior de la trampa. Cuando el número es demasiado grande y ya no caben, aguardan casi con impaciencia que yo vacíe la jaula en el depósito de la nave y la reponga a su sitio para, ahora sí, ingresar en ella. A veces, en sus rostros inexpresivos, creo notar deseos de ser capturados, pero resulta sólo un efímero instante y luego la ilusión se pierde para dejar paso a esa mirada vacía y casi triste que poseen. Sus cuerpos miden aproximadamente sesenta centímetros, son algo obesos y sin formas definidas, y carecen de pelo alguno. Tienen una tonalidad grisácea y caminan sobre dos cortas patas traseras. Sus cabezas y orejas redondas le otorgan una similitud sorprendente con algunos osos pequeños, ya extintos, que habitaban la Tierra, y su base alimenticia son las matas y arbustos que consiguen crecer sobre el suelo árido. Su caza es algo que me produce un desagrado inexplicable, mas el valor al que se comercializa su piel hace soportable el clima inclemente y esa opresiva sensación de estar depredando criaturas indefensas. Sentado sobre unas rocas resecas considero la posibilidad de ampliar mis jaulas hasta alcanzar el centenar. Aún dispongo de buena capacidad de carga en mi nave y la necesidad de aumentar mis ingresos monetarios se agudiza ahora que Leticia está por darle vida a nuestro primer hijo. Incluso podría utilizar la cámara ejecutora para transportar sus cuerpos. Es posible refrigerarla lo suficiente como para mantener la carne en buen estado. Si bien lo más valioso es su piel suave e impermeable, no puedo darme el lujo de despreciar la carne. En Ganha se la puede canjear por combustible, repuestos y otros suplementos importantes. Las jaulas están colmadas y ya culmina el día. Es suficiente por hoy. Me pongo de pie con esfuerzo, pensando que la falta de exigencia física acabará por achancharme, y agito suavemente una varilla de madera que utilizo como único instrumento de cacería para destrabar las puertas de las trampas. Una a una las coloco en posición y el guinche de la nave comienza a arrastrarlas al interior. Los noatíes apenas lanzan unos suaves silbidos que parecen motivados más por la fatiga de permanecer de pie tantas horas que por estar siendo conducidos a su exterminio inmediato. Es un silbido rítmico que se produce cuando expelen el aire de sus pulmones a través las fosas nasales mientras que éstas comienzan a vibrar como respuesta al cansancio. Al cerrar una de las últimas puertas siento que algo tosco, como una piedra o un trozo de madera, roza mi mano izquierda. La retraigo sorprendido y veo a un noatí que, vuelto hacia mí en su jaula, posee una pata delantera apoyada sobre el enrejado. En su rostro concibo un gesto de curiosidad, pero sus ojos no me ven directamente a mí sino a algo en mi pechera de cazador. Me miro y descubro qué le llama la atención. Es un diminuto prendedor que posee la fotografía del rostro de Leticia, un regalo bastante cursi que ella me hiciera y que yo, a regañadientes, sabiéndome el blanco de las burlas de los demás cazadores, acepté utilizar. Sorprendido y un poco molesto la cubro con la mano libre. El animal, sin embargo, no desvía la mirada y me intranquilizo. Me apresuro a cerrar la puerta de la trampa y casi corro para culminar el trabajo en las restantes jaulas. Cuando todo está dispuesto regreso a la plataforma de carga de mi nave y superviso que la maquinaria funcione correctamente. Es un proceso simple de apilamiento de las jaulas y de conexión con las portezuelas de las cámaras ejecutoras. Entre las filas que se forman se deja un estrecho pasillo que me permite mover libremente para liberar las trampas y activar las cámaras en forma manual, si fuera necesario. Al estar todos los noatíes almacenados en el hangar, a espera de ser procesados, sus cuerpos despiden un olor fuerte que puede producir náuseas al que no esté acostumbrado a ello. Es el sudor producto del hacinamiento y la inmovilidad. La plataforma del hangar finalmente se cierra momentos antes que la noche helada y los vientos fuertes caigan sobre la superficie planetaria. Avanzo por los primeros pasillos y destrabo las trampas. Las portezuelas de las cámaras se abren y engullen conjuntos de cuatro animales por vez. Dentro de ellas les espera una muerte indolora y rápida al recibir un certero impacto de láser a través de los globos oculares que les amputa la frágil unión entre el cerebro y la médula. Todo marcha bien con las primeras pilas pero pronto siento una inquietud que me aqueja y se hace cada vez más fuerte. Busco con la mirada y descubro a un noatí observándome. Tal vez sea el mismo de antes, aunque eso es difícil de saber dada su similitud con los demás. A medida que avanzan los grupos rumbo a la cámara, él ajusta su mirada con un suave movimiento de la cabeza para no perderme de vista. No me quedan dudas, me está viendo. La inquietud es demasiado fuerte y decido detener la cinta transportadora de su fila. Voy hacia el depósito y regreso con un elevador. Me subo a la plataforma y activo el dispositivo hasta alcanzar la altura del noatí curioso. Este me mira todo el tiempo sin perderse un solo movimiento, pero sólo él lo hace; el resto continúa indiferente, silbando por las fosas nasales, con la vista fija en las cámaras de ejecución. ¬—¿Qué pasa, pequeño? —le pregunto irónicamente inclinándome hacia él. Y entonces, de un momento a otro, su cuerpo se desvanece en el interior de la jaula y reaparece a mi lado, parado sobre el elevador. Extiende su corta pata delantera y me toca suavemente el pantalón. Me sorprendo pero extrañamente no me muevo del lugar. “Siento curiosidad por saber quién eres —me dice sin mover un solo músculo de su rostro—, y por lo que vendrá. Sé que he de morir en pocos instantes más y me atraen las posibilidades que me esperan.” Hay un sentimiento ambiguo en mi interior. Por un lado, urgencia por quitarme esa criatura de encima, por el otro, necesidad de escucharlo. Lo último resulta más fuerte. “Nuestra gente —continúa él con palabras que sólo oigo dentro de mi cabeza— habita este mundo desde antes de que el tuyo tuviera vida, y tantos años de evolución nos han permitido conocer cosas para ustedes impensadas. Cosas como la muerte y la reencarnación. Sabemos que luego de muertos naceremos nuevamente a la vida en la especie que haya resultado nuestro depredador. Así hemos vivido la vida de todas las especies que habitan nuestro mundo.” “La llegada de tu gente es un cambio por demás atractivo al cual ahora nos está destinado evolucionar y, personalmente, me agradaría mucho poder engendrarme como tu primer hijo.” Sus palabras me asombran y me alarman. ¿Cómo puede saber lo de Leticia? Mis rodillas amenazan con doblarse y tiemblan involuntariamente. Culminado su discurso se esfuma y reaparece nuevamente dentro de la jaula mirándome como a la espera de que yo reactive la cinta. Dudo por un instante y desciendo del elevador preocupado y conmovido. Ignoraba por completo que los noatíes poseyeran aquella inédita capacidad de traslación; es más, jamás los creí seres inteligentes. Esta novedad me sacude interiormente. Ella le otorga un matiz muy diferente a mi tarea: Ahora no se trata simplemente de cazar animales, se trata de depredar una raza milenaria tanto o más evolucionada que la mía propia. Trago saliva. Además, el hecho de haber permitido su evolución en humanos como yo me aterra; y mucho más me aterra la posibilidad de que ese animal fofo y sin gracia acabe siendo mi hijo. La idea me repugna. Miro sus cuerpos lampiños y no puedo dejar de verlos como simples sacos de piel. De una piel exquisita y valiosa. De una piel que puede alterar el destino de mi vida, o no. El destino o la piel. Qué más da. Ya está hecho. No tengo un cálculo real pero en diez años de profesión han pasado muchos millares de seres por mis manos y por las de otros cazadores humanos. La reencarnación es por demás un hecho consumado... aunque siempre cabe la posibilidad de que esa creencia noatí no sea cierta después de todo. Nunca fui demasiado creyente en nada. Me doy la vuelta lentamente y reactivo la cinta intentando no mirarles el rostro. Sus cuerpos avanzan e ingresan en las cámaras de a cuatro por vez. En el aire se extiende un silbido suave. Ahora el sonido no se me antoja a fatiga. Ahora parece un canto pacífico y alegre.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Ruido Blanco

Vamos a echar carne a las brasas. Aquí les presento Ruido Blanco, un relato cortito que me gusta mucho por lo descriptivo que es en tan pocas palabras.
Espero les agrade.

—Áurea, ¿estás allí?
Silencio, o mejor dicho, ruido, mucho ruido pero nada de ella. Me temo lo peor y eso me desespera. Reviso las frecuencias nuevamente, con cuidado, analizando hasta el bit más insignificante, confundiendo a propósito los protocolos para guardar una pequeña esperanza.
Lloraría si tuviera ojos; si aún los tuviera. Recuerdo el día que me los extirparon. Allí están las palabras de consuelo del querido —desaparecido— doctor Brown, pero no hay imágenes. Mis ojos estaban secos como pasas de uva y de nada servía seguir manteniéndolos en sus órbitas. Eran puro estorbo. Me los quitaron para evitar mayores traumas que interfirieran con el funcionamiento de la central. Era necesario y no los echo de menos. No tanto como a las piernas. A ellas sí, porque me hubieran servido para escapar de aquí y buscar a Áurea personalmente, a la antigua. Estoy seguro de que ese gesto romántico le hubiera agradado.
Áurea, ¡cómo te extraño!
En los últimos meses el mundo se ha convertido en un yermo. Ya no se escuchan las charlas animadas del viejo club Hattrick, o los cuchicheos ácidos de las muchachas de la oficina postal. No, ya nada de eso pasa por mis plugs, ni siquiera el traqueteo frenético de los cifrados mensajes militares que anunciaban la inminente guerra. Ahora sólo hay alguna que otra vieja máquina expendedora de café requiriendo aprovisionamiento de azúcar o aburridos y solitarios satélites espías retirados de la guerra fría, de la guerra caliente y de la posguerra, haciendo contacto en forma aleatoria para confundir al enemigo inexistente y no revelar su —absurda— posición.
Áurea apareció entre todos ellos como una luz de salvación, transmitiendo incansables pulsos de localización en pos de salvar vidas —inútilmente, hay que decirlo— en el frente de batalla, dondequiera que estuviera. No era personal de la cruz roja, como pensé al principio, sino de un emprendimiento privado que se apoyaba en donaciones anónimas, y su actitud servicial me conquistó de inmediato. Nos hicimos muy cercanos a pesar de la distancia que nos separaba y nos consolamos mutuamente a medida que el entorno iba desapareciendo, enmudeciendo minuto a minuto. Las bombas jamás se detuvieron, y nosotros sabíamos que algún día nos alcanzarían, pero quisimos aferrarnos a la idea de que ese día nunca llegaría.
Poco a poco fui conociéndola mejor y fui abriéndole mi corazón —curiosa metáfora—, mostrándome sinceramente como el despojo humano que soy, desmembrado, ciego y conectado a la red por el resto de mis días, y esto no pareció disgustarle, al contrario, su espíritu caritativo la acercó más a mí. Por su parte, ella me habló de su trabajo, de su agitada ciudad y de sus metas en la vida. Me confesó que tampoco era cien por ciento humana, que tenía un apéndice mecánico para tipear incrustado justo por encima del ombligo y que para ocultarlo se había implantado siliconas en las tetas como si fuera una quinceañera de principios de siglo. Hablamos de muchas otras cosas íntimas y nuestro lazo trascendió los fríos grupos de unos y ceros que lo transportaban, hasta hacerse casi palpable. Soñamos con encontrarnos y amarnos —nunca le dije que ya no tengo pene— y formar una familia y un sinnúmero de cursilerías propias de almas solitarias que, sin embargo, nos empujaban a continuar con vida.
Hicimos todo eso hasta ahora.
Ahora Áurea no está del otro lado y el ruido es ensordecedor. Temo que algo malo le haya ocurrido y me consuelo pensando que tal vez su conexión haya sufrido problemas técnicos, pero nada que no se pueda solucionar. Imagino que ella corre por las calles de su ciudad buscando una terminal en condiciones, y que luego se interna en el océano de ruido y busca en las mismas —pero distintas— frecuencias que yo y aguza su sensibilidad para detectar mi débil señal de vida. Imagino que ambos no estamos muertos sino durmiendo, que el mundo sigue siendo el mundo y que pronto nos reencontraremos en él.
Imagino y sueño que ambos nos buscamos por todas las frecuencias, nos llamamos a gritos, nos deseamos, y, perdidamente enamorados, lloramos e inundamos la red con mares de ruido blanco.

miércoles, 9 de junio de 2010

Encuentros

Un cuento injustamente olvidado que forma parte de una serie de relatos bélicos donde el ser humano es la herramienta de defensa de una especie más avanzada, pero que, dada su complejidad, no es sólo una simple herramienta.
Se relaciona estrechamente con Narae y La muerte Interior.

Andrea simulaba estar tranquila pero el golpeteo de su corazón la delataba. La luz se intensificó sobre su cuerpo y el objeto que la producía redujo la distancia que los separaba considerablemente. No podía acostumbrarse a ello. Su tensión nerviosa se incrementó y una gota de sudor frío asomó sobre su frente.
"Ahora vendrán las figuras grises y el desvanecimiento", se dijo, cubriéndose el rostro con la mano para poder distinguirlos. Sin embargo, eso no ocurrió. Había algo distinto esta vez. Unas luces de color verde y carmesí destellaban debajo del objeto que flotaba a pocos centímetros sobre el terreno del jardín de su casa. Le inquietó la novedad, no parecía tratarse de la misma nave que tantas veces viniera por ella. Se podía distinguir una forma ligeramente oval, como si fuera un trompo. "Tal vez el entrenamiento haya concluido" , pensó dudando dar un paso atrás, "o tal vez sea el comienzo de alguna nueva serie de pruebas". Intentó relajarse frente a la nave y demostrar una templanza que le era esquiva. Otras veces le habían presentado raros aparatos que ella debía ingeniarse para manipular o extraños enigmas escritos en una lengua que jamás había visto con anterioridad, para que los descifrara, pero éstas siempre tuvieron lugar dentro de la nave y a una distancia prudencial de cualquier centro urbanizado.
La máquina despidió un bufido y una nube grisácea la envolvió. La base del aparato se deslizó con suavidad hasta tocar el suelo y emergió de su interior un pequeño artefacto con ruedas y brazos cortos coronados en pinzas agudas; era de color metalizado y se movía con ligereza sobre el césped. Realizó unos giros sobre sí mismo y avanzó raudo hacia Andrea. Ella comprendió la amenaza de la embestida y dio un salto a tiempo, logrando mantenerse suspendida en el aire durante tres segundos, suficiente para eludir el ataque de las pinzas y descender lejos del artefacto. Por un instante lo perdió de vista en la oscuridad de la noche pero al rato lo vio emerger entre las patas de una reposera, por el flanco izquierdo. Andrea realizó un par de giros hacia delante y volvió a eludirlo. Sabía que debía estudiar sus movimientos un poco más, antes de aventurarse a atacar. No creía que aquello hubiese demostrado todo su poderío y no se equivocó. Luego de pasar a su lado por tercera vez intentó enfrentarla y, arqueando las pinzas por debajo de su cuerpo, dio un brinco directo a su rostro. El ataque fue imprevisible y el golpe pareció inevitable. Andrea apenas atinó a cerrar los párpados para proteger los ojos y girar levemente el rostro. El artefacto la golpeó con las ruedas delanteras que, descubrió, poseían unas púas que le produjeron heridas en la mejilla izquierda. Medio rostro quedó bañado en sangre.
Gritó de dolor y de furia y giró como un trompo extendiendo su pierna derecha hacia delante. Alcanzó al aparato antes de que éste aterrizase y el contacto con la piel modificada de su pie descalzo fue suficiente para quebrar su estructura metálica en forma letal. El aparato cayó al suelo, partido en dos, inutilizado. Sus ruedas cesaron de moverse. Luego, ella lamió la palma de su diestra y cubrió con saliva su herida sangrante. Cuando retiró la mano del rostro, éste estaba intacto.
La nave emitió un sonido agudo y corto y, después, uno grave y extenso. Andrea se inclinó hacia delante completando el saludo de rutina sabiéndose vencedora en aquella nueva prueba. El platillo apagó todas sus luces y desapareció verticalmente en el cielo estrellado.
La joven soltó un suspiro de alivio y alisó su cabellera revuelta. Sus tensos y poderosos músculos disimulados se relajaron. En un recuento de lo ocurrido notó que el camisón estaba algo manchado de barro y descosido, y comprendió que no todo había sido victoria. Caminó los tres metros que la separaban de la puerta trasera de su casa sin quitar la mirada de su prenda, ofuscada como estaba. Se sentía verdaderamente enojada, era un camisón de finísima tela. Los extraterrestres podrían ser maestros en artes bélicas pero sabían muy poco de alta costura. Ya les exigiría que le pagasen todas sus torpezas.

lunes, 24 de mayo de 2010

Rocas

Publicado en historias asombrosas, este relato es una pincelada de locura que busca transmitir desesperación y agonía. Espero haberlo logrado.


La estructura mineral se quiebra por fin y la grieta se presenta ante mis dedos temblorosos como una inyección de ánimo. Me estremezco de alegría y me sonrío. Quiero reír pero la falta de aire suficiente me hace toser y me arranca dolorosas lágrimas de los ojos. El resultado es favorable de todos modos. Me siento ansioso por acabar de abrir el hueco en la pared. El trabajo de esta noche ha sido todo un éxito y he avanzado varios metros en el interior de la caverna, acumulando el mineral suficiente para extender mi liderazgo absoluto en el ranking. Johnson no podrá más que felicitarme esta vez. Tendrá que reconocer lo bueno que soy. Y esos envidiosos de Bob y Jano se pasarán largas noches antes de poder imitar lo que yo he logrado. Ya puedo escuchar sus martillazos angustiosos, fatigados. No pueden contra mí. Me siento único.
Incrusto el pico de acero y empujo el mango hacia un lado, hasta que la roca restalla. Un buen hueco aparece bajo la tenue luz de las antorchas y el gris blanquecino de la capa de bauxita me reconforta. Golpeo con fuerzas denodadas hasta que una buena pila de rocas se amontona delante de mí y me lastima las manos en cada golpe. La sangre brota lentamente, mezquina, y la veo hipnotizado. El corazón se me hiela. Comprendo el signo. La sangre es la vida y que caiga sobre la roca extraída sólo puede ser un mal presagio. Retrocedo como espantado por un fantasma y limpio la sangre en mi pantalón. ¿Qué me habrá de ocurrir? Justo cuando el liderazgo en la competencia se muestra ante mí. ¿Qué será? En muchos años de haber extraído la roca del corazón de la montaña he visto el mismo signo en varias oportunidades, y nunca falló. Algo malo se está cerniendo sobre mí y es mejor que lo descubra pronto.
Extraigo de un bolsillo de mi pantalón una pastilla, la última, y la trago. Hubiera preferido tomar un poco de agua, pero no tengo tiempo para ir al lago. El dolor en la mano y el vacío en el estómago se calman. Las pastillas son fantásticas. Debo pedirle a Johnson que me traiga más.
Me apresuro a cargar la carretilla con la roca y realizo repetidos viajes hasta el depósito principal, allí donde la boca de la caverna se abre como un monstruo gigantesco que desea engullir el paisaje y las estrellas lejanas. La montaña de piedra acumulada es enorme. Johnson tiene que venir pronto por ella o no cabrá más, y tendré que buscar un nuevo depósito, pero en las cercanías; no confío en Jano mi en Bob, sobre todo en Bob. Dejarles un depósito lleno de rocas a mano es invitarlos a saquear el sitio. ¡Esos ventajeros! ¡Harían cualquier cosa por superarme!
Cuando acabo me derrumbo en mi sitio de descanso preferido, cerca del exterior, y contemplo las estrellas con angustia. Los golpes lejanos de Jano y Bob, acaso de Tarl también, resuenan apagados, rítmicamente, y me recuerdan que no estoy solo y que la competencia continúa su afanosa marcha, su salvaje e irrefrenable avance. Debo continuar, no me puedo dar el lujo de descansar, pero el miedo y la angustia me paralizan y me amarran a mi sitio. El presagio no suele tardar en cumplirse.
Las estrellas lejanas me envían guiños, mensajes cifrados. Alguna vez intenté comprender su significado pero no pude lograrlo. Es difícil hallar las mismas estrellas cada noche en este mundo vagabundo y cada estrella emite su propio mensaje. Sin embargo juego otra vez a leer sus palabras y las vigilo sin pestañear, fija la mirada y la atención. Quizás ellas sepan qué es eso tan malo que me puede ocurrir.
La cabeza me pesa y se ladea, y siento que me caigo hacia un lado, hacia un abismo. Abro los ojos inmediatamente y me doy cuenta de que me he quedado dormido. No sé por cuánto tiempo, pero aún es noche cerrada y las estrellas conocidas están altas en el firmamento. Habrán transcurrido una o dos horas, no más. Es suficiente descanso. Me levanto y me percato de que el silencio reinante es inusitadamente espeso. Algo está fuera de lugar. Me vuelvo hacia el exterior de la caverna y dudo. En la penumbra del sendero no se distingue nada en particular, en la ladera de la montaña todo es tan estático como de costumbre. Entonces comprendo que lo que falta es el continuo golpeteo lejano, el martilleo rítmico del trabajo de Jano, Bob y Tarl. Y el de algún otro, más allá del murallón gris, donde Johnson me dijo que existían más competidores. Salgo al exterior y comienzo a respirar con dificultad, como siempre me ocurre. El aire me sabe enrarecido y el enorme espacio abierto me atemoriza. Es una sensación extraña, indeseable, pero debo soportarla si quiero saber qué ha ocurrido con Jano y con Bob. Y con Tarl, claro. Avanzo por el sendero en penumbras y redescubro el paisaje hostil que se extiende del otro lado de la ladera de la montaña. Son muchos kilómetros de roca y de tierra árida, de escasos arroyos y de pequeños lagos, imperturbables hasta donde alcanza la vista. En la oscuridad de la noche los picos de las montañas forman figuras caprichosas, temibles. Es tan vasto este mundo que creo que voy a morir por estar tan desprotegido. Debería regresar a la caverna, olvidarme de Jano, de Bob y de Tarl, y retornar al trabajo, a la competencia. Sí, eso es lo que debo hacer. Sin embargo sigo avanzando por el sendero sin saber por qué, continúo hollando el pedregullo que bordea la ladera de la montaña con mayor celeridad. Creo que hay algo esperando allí. No estoy seguro.
Ahora lo veo. Es un objeto grande y rectangular, ligeramente achatado en los extremos. Parece incrustado en la roca. Al acercarme noto que sus paredes son metálicas y que están deformadas por golpes, abolladas aquí y allá, perforadas en distintas partes, a distintas alturas. Me detengo y lo observo. Parece un vehículo. Es un vehículo. Es inmenso y está accidentado. Y también muerto. Parece haber muerto hace mucho tiempo y de una forma brusca. El polvo cubre buena parte de su superficie. Me acerco a una de las perforaciones e ingreso instintivamente. Afortunadamente, el miedo al espacio abierto desaparece, el vértigo abandona mi estómago y me siento aliviado. Aquí dentro es como estar en la caverna. Igual de acogedor, igual de silencioso. La opresión deja lugar a otra angustia de igual tamaño: hambre. El vacío en el estómago arremete. Camino en la oscuridad con ligereza, con seguridad. Alcanzo una escalerilla y asciendo hacia una segunda plataforma, extensa y fría. Avanzo hasta un extremo y encuentro un arcón abierto. Dentro hay muchas píldoras. Trago dos y me guardo muchas otras en los bolsillos. A un lado del arcón hay un objeto rectangular. Lo levanto y palpo su superficie lisa y delicada. Una luz interna se enciende de pronto y aparece una imagen y un nombre dibujados sobre la placa. Es un rostro pulcro y apuesto de alguien que me resulta lejanamente conocido. Su mirada profunda y su sonrisa segura me gustan. Imito esa sonrisa. Debajo del dibujo hay un nombre: Johnson. ¡Ja, ja! ¡Qué curioso! Se lo diré a Johnson cuando lo vea. Él y este hombre tienen el mismo nombre. Le va a causar gracia.
De pronto siento una apertura en mi mente, una expansión. Hubo un accidente aquí, en este vehículo espacial. Alguien se estrelló y quedó varado, solo, en un planeta hostil. Alguien cuyo rostro me mira desde un pequeño trozo de metal. Alguien familiar, pero, al mismo tiempo, lejano e inalcanzable.
La placa se apaga y la dejo donde la encontré, riéndome para mis adentros a cuenta, imaginándome la cara de Johnson cuando le cuente lo que encontré. Johnson es mi amigo, el único en este planeta hostil, el mejor que tuve nunca. Es casi un hermano. Nos reiremos mucho y charlaremos largo rato cuando nos volvamos a encontrar.
Desciendo por la escalerilla rápido. No quiero perder más tiempo. Salgo fuera con decisión, sin detenerme a pensar en el espacio abierto y en la distancia inacabable del planeta. Si lo hago quizás no me anime a continuar. Lo sé. Me conozco. Encuentro el sendero de inmediato y deshago mis pasos con mayor celeridad aún. Es imperioso que vuelva. Estoy atrasado. Rodeo la ladera de la montaña y diviso la boca de la caverna a la distancia. El corazón me da un respingo. Por fin acabará la travesía. Por fin tendré sólo buenos augurios. Por un tiempo, al menos. Antes de ingresar a la caverna comienzo a oír nuevamente los golpes lejanos de Jano y Bob. Y también el de Tarl. Tan rítmicos como siempre. Tan persistentes que dan ganas de retomar el trabajo, la competencia. Me tranquilizo. No estoy solo, siempre estarán ellos allí, intentando vencerme, intentando trabajar más fuerte y mejor que yo. Y también estará Johnson. Él no me abandonaría nunca. Es mi amigo. Me conoce tan bien como yo mismo.
Avanzo por el pasillo abierto en la roca y las luces de las antorchas me reciben. Hay alegría en el lugar. Hay calor de hogar en su interior. Vengo de visita, pero voy a quedarme un buen rato. Vengo a ver a mi amigo, y traigo muchas pastillas en los bolsillos. Él las necesita. Se alegrará mucho de saber que Johnson está aquí.

miércoles, 21 de abril de 2010

Tiempo de descuento

Este cuento es uno de los pocos humorísticos que escribí y que aún me arrancan una sonrisa al leerlo. Lo envié oportunamente a un concurso donde no tuvo suerte y quedó encajonado hasta hoy.


Para los que no conocen una spika, aquí se las presento:



Ciertamente puede parecer un milagro chapucero, ínfimo, despreciable, y puede que sea cierto, pero es un milagro después de todo. Admito que su descubrimiento no me generó inmediatas riquezas, ni poder absoluto, como esperaba; sólo una felicitación de mis pares y el aliento a continuar mis investigaciones. “Ahora hay que darle para adelante con verdaderas ganas”, me dijo, irónicamente, el Jefe de la cátedra de Espacio-Tiempo de la Universidad de Luján mientras fumaba en su anticuada pipa, en el living de mi casa, con aire de superioridad. “Es una lástima que las limitaciones energéticas no te permitan mayores logros”, reiteró el físico Radmín Jassar, a quien no recuerdo bien porqué invité a la reunión. Ahora que lo pienso, quizás no lo hice, quizás fuera un colado nomás. Los dos ingenieros electromecánicos carraspearon toda la noche, sin emitir juicio alguno, y la joven doctora en sociología se limitó a mirarme en forma sensual y a coquetear con los demás hombres. Sus pezones rígidos me recordaban al dial de mi recién estrenada invención y, durante los cortos lapsos repetitivos, jugué con la idea de retorcérselos hasta hacerla gritar. Eran, en verdad, un conjunto de necios y envidiosos, hombres de altos estudios pero de medio pelo, gente del montón. No sabían apreciar mi descubrimiento.
Sé que viajar un minuto al pasado no implica un gran logro, aun cuando el dispositivo fuese portátil y liviano como una radio de bolsillo, de similar aspecto también, ya que, de hecho, desmantelé una Spika que me regalaron los amigos del café para montar en su interior el ingenio temporal. No, no era gran cosa, no justificaba haber armado tanto revuelo ni haber hecho venir a gente de tan dispares regiones. El Tiempo de Descuento, o TD, era sólo eso, prolongar la agonía de un presente efímero, mirar durante un minuto una película vieja, rebobinarla y volverla a mirar. Funcionaba con dos pilas doble A comunes, aunque no de las berretas, y permitía, a quien lo manipulara, viajar un minuto al pasado. El problema consistía en que después de cada viaje debía transcurrir otro minuto antes de poder ser empleado nuevamente. Cosas de la carga capacitiva y de la maldad del Universo. Sólo podía acumular la energía necesaria durante el mismo lapso de tiempo que luego desandaba, y esa era una ecuación que yo no podía alterar, un límite absoluto, un maldito fracaso.
¿De qué puede ser útil regresar un minuto al pasado?, me pregunté. No servía para ganar la lotería porque nadie aceptaba apuestas a último momento, no funcionaba en casinos porque, lo descubrí entonces, los grandes magnetos de las ruletas cambiaban el resultado en función de las apuestas existentes; tampoco lo podía utilizar en partidas de póker clandestinas porque los muy malditos, intuyendo quizás mi invención, se tomaban más de un minuto en mostrar las cartas, y todo retorno resultaba infructuoso.
Sin embargo, sí hallé otras buenas utilidades al dispositivo que al menos me mantuvieron entretenido como niño con juguete nuevo: sacarme el gusto de golpear Jefe de la cátedra de Espacio-Tiempo para luego regresar y dejar las cosas en su lugar; aprovecharme de alguna secretaria generosa de cuerpo y ligera de ropas (¡hay que ver el tiempo que lleva desvestirlas en invierno!), experimentar el salto al vacío sin paracaídas, Spika en mano, desde una altura superior a los quinientos metros (a menor altura uno puede estropearse contra el suelo antes de reaccionar al miedo y activar el TD). La utilidad más importante, y más grave, fue descubrir que podía ir al bar, sentarme, pedir una jarra de cerveza bien helada, beberla de un solo trago y regresar un minuto atrás, justo al momento en que el mozo me sirviera la misma jarra, llena, por supuesto, con la misma virtuosa bebida. El ciclo vicioso podía repetirse tantas veces como alcohol pudiera soportar el cuerpo, y todo por el ínfimo gasto de diez pesos, que era el valor de una jarra.
Y como era de esperarse, el vicio se hizo carne.
Cierta vez, luego de una docena de TD, alcé un dedo hacia el mozo para rechazar la cerveza y cortar el maleficio y caí desmayado sobre la mesa, babeando frente a los desconcertados presentes que no se explicaban cómo podía estar ebrio sin haber probado una gota de alcohol. Esa vez, al despertar me encontré con la aguda desesperación de saberme robado, desnudo y abandonado en un descampado. Por las ropas y la billetera no me preocupé tanto como por la Spika. La máquina había caído en malas manos. Bueno, todas las manos que no fueran las mías eran malas, pero esta gente ya demostraba hábitos poco deseables.
Regresé a casa como pude y me aboqué a la búsqueda del dispositivo TD removiendo cielo y tierra. Visité el bar en varias oportunidades, donde todos coincidieron en que me habían dejado dentro de un taxi, le habían pagado al conductor y le habían dado expresas órdenes de llevarme a casa. Órdenes que, por otra parte, evidentemente no cumplió. En vano intenté identificar al taxista en una ciudad donde existen más taxis truchos que legales, y también fue infructuoso el rastreo en el descampado donde despertara desnudo.
Agotado y resignado abandoné su búsqueda y traté de dedicar mi tiempo a mejores causas: perfeccionar un nuevo dispositivo TD, buscando, inútilmente, vencer la barrera del minuto añadiendo baterías extras.
Al poco tiempo de trabajo, una noticia en la primera plana de un diario matutino me llamó poderosamente la atención: “Club Luján campeón invicto de la división C del fútbol argentino”. Era para asombrarse. La crónica resaltaba los increíbles resultados del equipo campeón, en cualquier cancha donde se presentara, siendo que si no ganaba por goleada, hallaba, en el minuto final, un rebote afortunado que le diera el triunfo. Releí la nota varias veces y sonreí victorioso. Por fin, Luján campeón.
Más allá de la alegría, alcancé a sospechar de la metodología empleada por el técnico, quien sostenía que cambiaba de táctica según se lo exigiese cada momento del partido. Nadie hace eso. Los Directores Técnicos son las personas más obstinadas que existen y aquel comportamiento no podía ser otra cosa que la provechosa utilización de mi dispositivo de Tiempo de Descuento.
Hallar al técnico con el TD en las manos no fue tarea fácil. Una tarde, en el estacionamiento del club Luján, mientras caminaba hacia su vehículo, corrí sigilosamente detrás suyo, garrote en mano, y me lancé con todas mis fuerzas hacia adelante. El garrote silbó en el aire y golpeó el suelo, haciéndome vibrar hasta el cabello más íntimo. Al momento, el desvanecido DT escapaba a toda velocidad en su automóvil, lanzándome una sonrisa socarrona. En ese instante comprendí su astuta acción y, por mi parte, retrocedí el tiempo con mi nuevo TD y volví a agazaparme detrás suyo. Esta vez no me lancé como un loco, sino que intenté sorprenderlo con un grito aterrador.
Nuevamente se escapaba en el automóvil.
Pensé en matarlo, pero aquello excedía la lógica y acabaría siendo peor; de manera que continué, una y otra vez, retrocediendo el minuto final, hasta que, en una buena ocasión, el garrote impactó de pleno en su cabeza y cayó desmayado. Me sorprendí de haberlo logrado y me incliné sobre él de inmediato. En su diestra sostenía el TD Spika y sus dedos índice y pulgar apresaban firmemente el dial. Pero así y todo no había podido escapar. Sólo cabía una respuesta. Destapé la Spika y me hallé con lo que había supuesto: “Logivac Battery”, el tipo era un amarrete, se lo tenía merecido.
Tener dos dispositivos TD me permitió viajar dos minutos consecutivos en el tiempo. Luego, ambos debían recargar el capacitor, pero lo hacían en solo un minuto, de manera que podía retroceder otros dos —tres en total— y así logré hacer una diferencia significativa: una hora al pasado.
El billete de lotería ganador me dio una buena satisfacción. El póker clandestino también. Otras tantas y absolutamente necesarias obras de autofinanciación me permitieron trabajar en dispositivos temporales de mayor magnitud sin preocuparme por los gastos, y compré a mansalva decenas de baterías recargables y paneles solares. Estaba embriagado de poder.
La cosa iba sobre ruedas y pensé en retornar hasta el humillante día de la reunión en casa, con esos insignificantes ingenieros y doctores que me habían vuelto la cara. Ahora tenía un método que me permitía viajar días enteros. Debían darme el crédito que me merecía. Era un éxito.
Lamentablemente decidí pasar primero por el bar para festejar la victoria sobre el tiempo y el espacio, y, por supuesto, me llevé todos los TD conmigo. No confío en nadie.
El mozo me saludó cordialmente y trajo enseguida una jarra de cerveza bien helada.
Aún estoy festejando.

sábado, 13 de marzo de 2010

Matnú

Este fue mi primer cuento publicado en papel, en la antología Sin equipaje de la editorial Dunken (y no puse un peso, que conste), y tiene una historia curiosa. En ese tiempo estaba escribiendo (quizás deba decir intentando escribir) una novela policial, y en un pasaje en el cual el protagonista busca información sobre Matnú, se encuentra con este cuento, supuestamente anónimo, y lo asombra. La cosa es que inmediatamente después de haberlo escrito decidí sacarlo fuera de la novela como cuento corto y, ya ven, tuvo su éxito.
Posteriormente fue publicado en web en la revista Sinergia.

Bajé por Defensa mientras armaba mi tuco y lo encendía en la punta. Aspirarlo mucho de entrada siempre me sofocaba pero el tuco era un vicio indescriptible, un vuelo rasante sobre calderas ardientes, y te pedía que lo aspires con fuerza. Empalmé con Hernandarias y llegué al aguantadero de don Miguel. El tipo vendía merca a buen precio y le pedí una linda carga, para revender, y entonces fue cuando me habló por primera vez de Matnú. Me dijo que el tuco era tan bueno porque lo traía de ahí y que si quería me podía mostrar cómo llegar.
Yo dudé un poco porque don Miguel era un tipo hábil que no perdía el tiempo ni el negocio con un revendedor por nada, y se lo dije. Él me respondió que estaba un poco cansado del negocio y que, no sabía por qué, cada día se le hacía más difícil salir de Matnú; era cosa de esas calles laberínticas que tenía, me dijo, que lo mareaban y que, temía, acabarían por atraparlo definitivamente si no se alejaba a tiempo.
La verdad que la oportunidad me gustó y acepté. Esa misma noche don Miguel me acercó con su camioneta hasta una de las entradas, como él le decía, que estaba en la calle Araoz y Puerto de Palos, a la vuelta de Caminito. Me hizo bajar. Me dijo que tenía que seguir a pie, que él ya no se metería en Matnú nunca más. Antes de irse me tiró el nombre del Tuerca y de Mustafá, dos contactos de adentro de la Ciudad de los Herejes. Avancé unas cuadras hasta que pronto me perdí entre tanta curva y, no sé cómo, fui a dar con el tugurio del Tuerca. Entré intentando no llamar demasiado la atención pero fue al cuete. Ya me estaban esperando adentro y, según me dijeron después, todos en Matnú estaban al tanto del cambio de distribuidor. El tuerca se me acercó y extendió la mano. Yo le puse un fajo de billetes de cien en la palma y él sonrió. Después vino Mustafá que había dejado de apretujarse con una mina, trayendo un paquete de buen tamaño. Me lo dio y me dijo: “Mañana queremos bufosos pibe. No nos traigas guita. En Matnú necesitamos muchos bufosos”. Luego me dieron el olivo y caminé por una hora hasta encontrar Caminito y poder salir a una avenida. La verdad que no pude entender por qué era tan difícil orientarse allí.
Días más tarde, cuando los intercambios de armas por drogas era habitual entre nosotros, el tuerca me palmeó un hombro y se me acercó por la espalda. Puso su boca cerca de mi oído y me dijo: “Esta tarde lo perdí al Mustafá, pibe. Mañana venite que vos lo vas a reemplazar”. Me hablaba de ocupar un lugar en su pandilla y de vivir allí, en Matnú, para siempre, la Ciudad de los herejes, cuna de la corrupción, la violencia y la muerte, de la que no se podía salir si uno pasaba demasiado tiempo dentro. Le sonreí al tuerca y me fui sin decir nada.
Esa noche me llevó más tiempo que de costumbre orientarme, ya que cada vez que giraba a derecha o izquierda volvía a encontrarme con el tugurio del tuerca. Cuando el corazón empezó a golpearme el pecho del susto, encontré la salida de la ciudad y regresé a casa casi corriendo, mirando todo el tiempo para atrás para ver si alguien me seguía.
Después de esa vez, a Matnú no volví nunca más, y retomé la reventa del tuco en Avellaneda y Lanús, lugares más caretas pero con abundante clientela; y es aún hoy que por las noches, cuando estoy parado en alguna esquina oscura esperando a los giles con mis fasos y el tocho en las manos, que siento la respiración del tuerca detrás de la oreja y el susurro de sus palabras que lastiman: “Venite a Matnú, pibe. Todavía te estamos esperando”.