martes, 24 de abril de 2012

Nosotros, los muertos

No es común en mí, para nada común, que escriba en el universo creado por otro. Me parece un abuso, una especie de plagio. Sin embargo alguna vez lo hice para un concurso cuya consigna trataba sobre la novela Soy Leyenda, y escribí un relato, fanfic que le llaman, ambientado en el genial entorno creado por Richard Matheson:


Nosotros, los muertos




I



—¡Sal, Neville!

Ben Cortman agitó el brazo en dirección a la casa silenciosa y gruñó. Olisqueó el aire como un animal y se pasó la lengua por los labios resecos. Su presa más próxima no estaba adelante, sino detrás, pero sabía que no debía moverse. Continuó con la farsa y gritó una vez más. Neville no dio señales de oírle. Nadie en la cálida noche respondió a su afrenta, pero unos pasos delicados sonaron más cercanos y más confiados. A un lado había otro hombre de pie, hamacándose hacia los lados como un péndulo. Ben creyó que podría arruinar su cacería y lo ahuyentó con un rugido, mostrándole los dientes. El otro hombre se alejó atemorizado y abandonó la acera rumbo a la casa vecina.

—¡Sal, Neville!

Los pasos huidizos a sus espaldas sonaron lo suficientemente cercanos como para que el astuto Ben realizara su ataque. Cortman se dio vuelta sobre sus talones y corrió hacia la indefensa presa que lo observaba como poseída. La joven mujer apenas pudo gritar antes de que las fauces feroces de Ben se cerraran sobre su cuello y desgarraran la carne. Cayó de espaldas sobre el pavimento haciendo un ruido sordo al golpear, y Cortman la acompañó adherido a su cuerpo como un parásito. Otros hombres y mujeres que se encontraban en los alrededores vieron la escena y se sintieron llamados por la sangre derramada. Se inclinaron a respetuosa distancia y lamieron el suelo sin que Cortman con sus gruñidos pudiera evitarlo. En pocos minutos eran tantos en torno a la presa, aullando y golpeándose por una gota de sangre, que Ben mismo decidió abandonar los restos y entregárselos. Se sentía saciado. Su cabeza comenzaba a aclararse y su estómago a endurecerse. Le parecía estar cargando con una docena de ladrillos en su interior. Por un momento pensó en lo que le estaba ocurriendo y sonrió. Sabía lo que era y lo que estaba haciendo. Sabía que la muerte de los demás significaba vida para él. Era conciente de su cualidad de vampiro y lo disfrutaba.

Se alejó de la multitud con paso lento, arrastrando ligeramente los pies, y las sombras cubrieron su retirada de los ojos curiosos de sus congéneres, y de aquel que espiaba dentro de la casa a oscuras; de aquel que tenía vedada las noches por el resto de su vida.



II



El crepúsculo llamó a Cortman con la misma intensidad que los rayos matinales despiertan a los pájaros en las copas de los árboles. Abrió los ojos y una idea concreta se apoderó de su mente y lo obligó a echarse a andar. La trampilla se destrababa desde dentro y él tanto podía escalar como descender de la chimenea. Esa vez decidió descender y salir a la calle por la puerta trasera. Siempre era precavido en sus apariciones frente a la casa de Neville porque sabía que éste lo espiaba para descubrir su guarida.

—¡Sal, Neville!

El grito desgarró las penumbras y un golpeteo apresurado de maderas y cerrojos llegó a oídos de Ben. Ahí estás, amigo, pensó. Déjame ponerte una mano encima y morder tu cuello, Robert. Tarde o temprano, sabes, eso ocurrirá.

Pensar en la sangre de Neville reactivó su eterna sed y buscó en derredor con ojos de fuego. Nadie se aproximaba a menos de diez pasos. Todos le temían porque veían en él a un oponente poderoso.

—¡Sal, Neville!

Se aproximó a la puerta de entrada de la casa y observó con detenimiento. Tablones de madera y collares de ajo pestilente bloqueaban las ventanas; un espejo roto colgaba a un lado y se balanceaba con el viento. Cortman retiró la vista instintivamente y se inclinó para recoger una piedra. La presionó con la mano pálida y la arrojó con fuerza. El espejo se quebró aún más y los pedazos se esparcieron sobre la hierba. Luego, gruñendo se volvió hacia la puerta y sopesó la posibilidad de arremeter contra ella e intentar derribarla, pero concluyó que sería inútil e, incluso, bastante arriesgado. Neville estaría esperando con sus armas.

Gritó una vez más y se limitó a esperar. Y esperó hasta que el calor insoportable del amanecer ardió en su piel y lo obligó a retirarse a su guarida con el estómago vació y mil voces en su cabeza gritando desesperadamente por un trago de sangre fresca.



III



Cuando murió su esposa, Cortman tomó la decisión de quitarse la vida. Tenía todo preparado desde varios días antes, y cuando al fin ella exhaló el último suspiro descendió los doce escalones del sótano y subió a la silla con esfuerzo. Ajustó la cuerda a su cuello y dejó caer una última lágrima sobre el piso húmedo. Respiró hondo y empujó la silla lejos, agitando sus piernas. Agonizó durante segundos interminables, hasta que dejó de moverse y los zapatos cayeron de sus pies. Cinco minutos después sonaba el teléfono en la sala, pero nadie lo atendería jamás. El que llamaba era Neville, desde la oficina o desde su casa, preocupado por la salud de su amigo infectado. Pero ya no importaba. Cortman no podía escucharlo.

Al tercer día abrió los ojos. Aún pendía de la cuerda y debió esforzarse mucho para cortarla y caer al suelo. Su cuerpo hedía a muerto y su estómago era un gran agujero ansioso de ser calmado. Corrió escaleras arriba como un espectro. La sangre de su esposa apenas alcanzó para quitarle la sed.



IV



El portón abierto del garaje lo tomó por sorpresa. Jamás había esperado que Neville fuera a descuidarse tanto. Entró como una tromba y buscó en las penumbras, infructuosamente. No estaba allí, claro. Ni siquiera se podía acceder al interior de la casa porque el sitio estaba colmado de ajos y tablones. También había cruces, pero Ben se reía de ellas.

El ruido de un motor le hizo salir a la calle, donde una multitud de vampiros se agrupaban ya. La camioneta se aproximaba a toda velocidad. Se hizo a un lado y dejó que el vehículo embistiera a unos cuantos estúpidos. Eso obligó a Neville a desacelerar y Ben aprovechó la ocasión para introducir medio cuerpo por la ventanilla del acompañante.

—¡Neville! —gritó y le manoteó un hombro. Consiguió arañarlo un poco, pero él se zafó con golpes. Mordió su mano y recibió un puñetazo que lo desestabilizó, pero cuando golpeó el pavimento con la espalda sintió que el sabor de la sangre de su antiguo amigo lo reanimaba.

La camioneta aceleró calle abajo y la multitud corrió tras ella, en cambio Ben Cortman se volvió a la casa y esperó. Estaba convencido de que habiendo bebido apenas una pizca de la sangre de Neville sería capaz de asimilar sus ideas y anticipar sus movimientos. Y de alguna manera no se equivocó. La camioneta regresó tras dar una vuelta en redondo y Neville se apeó de un salto. Cortman se interpuso en su camino mostrándole los dientes pero Robert era grande y fuerte, y parecía estar en buena forma porque con un par de golpes certeros lo hizo a un lado y corrió hacia la puerta principal. Cortman lo siguió como pudo, pero no logró evitar que huyera al interior y cerrara la puerta con cerrojo. Aulló mientras las heridas en su rostro se cicatrizaban y volcó toda su furia contra la camioneta abandonada. En pocos minutos, con la ayuda del resto de la horda de vampiros, destruyeron el vehículo hasta dejarlo inutilizado.



V



Hubo un período confuso en la transformación de Cortman luego de beber la sangre de su esposa. Él comprendía que su regreso a la vida estaba fuera de toda lógica y que su actitud agresiva sólo podía atribuirse al comportamiento de una fiera desbocada, gobernada por oscuras y desconocidas fuerzas, pero de todas maneras aún guardaba en su mente ciertos hábitos humanos que pautaban sus movimientos. Así, lo primero que hizo al salir a la calle fue subirse a su auto y conducir hasta la casa de Neville como si se tratara de un día laboral más. Era de noche y aún no comprendía que esa diferencia horaria sería definitiva en su nueva vida. Bajó frente a la puerta y soltó el primero de sus interminables gritos contra la fría madera:

—¡Sal, Neville!

En esa ocasión la puerta no tardó en abrirse. Neville apareció con un semblante sombrío y desaliñado. Se diría que había enloquecido.

—¡Neville! —gritó Cortman y saltó hacia delante. Robert apuntó dos armas a la cabeza de su amigo y disparó en reiteradas ocasiones. Ben cayó de espaldas, pero logró reponerse y volver a avanzar. Los agujeros se sellaron en cuestión de segundos y muy poca sangre se perdió. Neville volvió a disparar con menor convicción y acabó encerrándose en el interior de la casa al descubrir la inutilidad de sus armas.

Desde entonces cada noche Cortman encontraba una nueva defensa colocada en las paredes y ventanas de la casa. Con mucho esfuerzo Neville la había transformado en un bunker.



VI



La aparición de un collar de ajos rodeando un plato con salchichas fue un descubrimiento intrigante para Cortman. Estuvo dándole vueltas al asunto por varias noches, en las que apenas probó la sangre de alguna mujer moribunda, hasta que, por fin, su mente de muerto viviente pudo concebir la idea en su forma total. Había pensado en una trampa, o en una distracción para que él abandonara su puesto frente a la casa de Neville, pero acabó comprendiendo que aquello no era sino un plato de comida para alguien más, para alguien a quien Robert quería atraer. La idea lo trastornó más de lo que estaba. Neville era suyo y no estaba dispuesto a compartirlo con nadie. Se sintió enfermar y se dijo que debía montar guardia hasta dar con aquel intruso y destruirlo. Sin embargo las noches transcurrían sin sobresaltos y no aparecían rastros de la criatura. Notó que a veces el plato estaba vacío o que incluso no estaba, y decidió que debía cambiar de actitud si quería lograr algo.

Por largas noches vagabundeó en los alrededores, buscando en los escondrijos menos pensados, hasta que en uno de ellos una sombra veloz cruzó frente a sus ojos y se perdió en los arbustos de la casa vecina. Ben sonrió satisfecho: había descubierto la forma de su enemigo. Era un perro, y Neville lo quería para sí. Aulló de alegría y echó a correr hacia la casa vecina. Le sería difícil, pero ya le daría alcance a aquel animal.



VII



Cada noche Ben se descubría más solo en la oscuridad de la calle, frente a la casa de Neville. Comenzó creyendo que su aspecto temible y su fiereza alejaban a los demás vampiros, pero, poco a poco, fue comprendiendo que no estaban allí simplemente porque habían dejado de existir. Habían sido llamados una vez más a la muerte de la carne, a la tierra húmeda y al descanso final. La idea lo perturbaba. Morir era una visión indeseable incluso para un vampiro, pero la soledad que la muerte de los demás le acarreaba, era un mal aún peor. Siempre se consideró un ser autosuficiente, individualista, y veía en los demás vampiros a bestias carroñeras poco dignas de su condición, pero debió aceptar que en conjunto su actitud feroz se potenciaba. Solo era apenas un alma en pena aullando su hambre a una luna cruel.

Cierta tarde, al despertar y salir de la chimenea, descubrió su casa revuelta de pies a cabeza y comprendió que su enemigo, Neville, estaba buscándolo para matarlo. También comprendió que él se había estado encargando de eliminar a los demás vampiros, y se sintió atemorizado. Si lo atacaba mientras dormía no podría hacer nada. Debía alejarse un tiempo de aquel sitio hasta que apareciera el momento adecuado.

Lo haría, se dijo. Era una cuestión de supervivencia.



VIII



Al principio el alimento abundaba en las calles de la ciudad. La gente poco informada era presa fácil de los vampiros y sucumbían por decenas. La sangre inundaba las zanjas y la ferocidad de los vampiros crecía con la matanza. Sin embargo la escasez no tardó en llegar. Los vampiros no tenían forma de conseguir más alimento que atacando a otros seres vivos —o reanimados—, y eso limitaba su accionar. Asimismo eran incapaces de pensar en cosas como la reproducción o la organización social y actuaban siempre como manadas sin guía, yendo de un sitio a otro según la necesidad los obligara.

Se pensaba que aquel sería el final de los vampiros y de la humanidad toda. Neville mismo hacía estos cálculos cada noche en la oscuridad de su habitación, pero algo cambió antes de que esto ocurriera. Hubo adaptación. Los vampiros, lentamente, selectivamente, mutaron. Y Cortman estuvo allí para presenciarlo. Estuvo allí para asombrarse frente a la ferocidad y la inteligencia de este nuevo grupo de seres que comenzaban a gobernar las calles.

Los vio por primera vez en el cementerio, clavando sus picas a los cadáveres recientes, y comprendió que habían llegado para quedarse. Con el pasar de los meses se multiplicaron, y el exterminio que llevaban a cabo hizo aún más difícil la posibilidad de supervivencia de Ben. Ya restaban pocos seres en la ciudad que contuviera sangre fresca y él se vio obligado a recurrir a la triste tarea de calmar el apetito mordiendo sus propias muñecas.

Deambuló por los suburbios buscando alimañas, hasta que una noche se decidió a regresar y acabar de una vez por todas con la obsesión de su nueva vida: matar a Neville.

La casa estaba en sombras, curiosamente silenciosa y lejana, como muerta, y Cortman se preguntó si no sería ya demasiado tarde. Temió que aquellas criaturas feroces hubieran dado cuenta de Neville antes que él y corrió hacia la puerta de entrada.

—¡Sal, Neville! —gritó como implorando. Su terror se acrecentó con el pasar de los minutos y por primera vez en muchos meses sintió una congoja inexplicable crecer en su pecho. Deseaba la sangre de Neville, era cierto, pero había algo más allí, de trasfondo, un impulso poderoso que lo unía a la suerte de su antiguo amigo, que lo hermanaba.

—¡Sal, Neville! —susurró esta vez sin fuerzas y bajó la mirada. Jamás lo lograría. Jamás. Algunos vampiros que estaban en los alrededores se aproximaron, pensando que tal vez se podrían aprovechar de este Cortman vencido y extrañamente indefenso. Se miraron, temerosos, y avanzaron un poco más.

En ese momento las luces blancas de decenas de poderosos faros los encandilaron. Un grupo de gente emergió de los coches oscuros con armas en las manos y avanzó hacia el conjunto de vampiros desconcertados que no atinaban a escapar siquiera. Abrieron fuego despiadadamente, destruyendo los cuerpos a una velocidad inusitada, y luego clavaron sus picas en los pechos para desangrarlos. Cortman echó a correr de inmediato y buscó su refugio como un animal aterrorizado. Trepó al tejado de la casa vecina y se arrastró como pudo hacia la chimenea, pero los hombres lo descubrieron con sus linternas y abrieron fuego sin piedad. Soportó estoicamente una balacera inédita, digna de una película de acción, y abrazó la chimenea como implorando piedad, pero no hubo tal. La salvación, tan cercana y tan lejana a la vez, le fue negada y Cortman, de pie sobre el tejado, cegado por las luces y atravesado por las balas, comprendió que había llegado su final. Comprendió que ya nada restaba por hacer y que, tal vez, la muerte fuera un buen destino para esta nueva vida despiadada a la que había sido despertado.

Rodó por el tejado y cayó al pavimento pesadamente. Los hombres lo rodearon con las picas en las manos. En sus rostros se veía furia y placer.

—¡Matemos al monstruo! —gritó uno.

Cortman pensó en Neville y sonrió por última vez. Es curioso, pensó, a pesar de todo tenemos un mismo destino, Neville: hemos de desparecer.

Nosotros, los muertos.