miércoles, 18 de agosto de 2010

Ruido Blanco

Vamos a echar carne a las brasas. Aquí les presento Ruido Blanco, un relato cortito que me gusta mucho por lo descriptivo que es en tan pocas palabras.
Espero les agrade.

—Áurea, ¿estás allí?
Silencio, o mejor dicho, ruido, mucho ruido pero nada de ella. Me temo lo peor y eso me desespera. Reviso las frecuencias nuevamente, con cuidado, analizando hasta el bit más insignificante, confundiendo a propósito los protocolos para guardar una pequeña esperanza.
Lloraría si tuviera ojos; si aún los tuviera. Recuerdo el día que me los extirparon. Allí están las palabras de consuelo del querido —desaparecido— doctor Brown, pero no hay imágenes. Mis ojos estaban secos como pasas de uva y de nada servía seguir manteniéndolos en sus órbitas. Eran puro estorbo. Me los quitaron para evitar mayores traumas que interfirieran con el funcionamiento de la central. Era necesario y no los echo de menos. No tanto como a las piernas. A ellas sí, porque me hubieran servido para escapar de aquí y buscar a Áurea personalmente, a la antigua. Estoy seguro de que ese gesto romántico le hubiera agradado.
Áurea, ¡cómo te extraño!
En los últimos meses el mundo se ha convertido en un yermo. Ya no se escuchan las charlas animadas del viejo club Hattrick, o los cuchicheos ácidos de las muchachas de la oficina postal. No, ya nada de eso pasa por mis plugs, ni siquiera el traqueteo frenético de los cifrados mensajes militares que anunciaban la inminente guerra. Ahora sólo hay alguna que otra vieja máquina expendedora de café requiriendo aprovisionamiento de azúcar o aburridos y solitarios satélites espías retirados de la guerra fría, de la guerra caliente y de la posguerra, haciendo contacto en forma aleatoria para confundir al enemigo inexistente y no revelar su —absurda— posición.
Áurea apareció entre todos ellos como una luz de salvación, transmitiendo incansables pulsos de localización en pos de salvar vidas —inútilmente, hay que decirlo— en el frente de batalla, dondequiera que estuviera. No era personal de la cruz roja, como pensé al principio, sino de un emprendimiento privado que se apoyaba en donaciones anónimas, y su actitud servicial me conquistó de inmediato. Nos hicimos muy cercanos a pesar de la distancia que nos separaba y nos consolamos mutuamente a medida que el entorno iba desapareciendo, enmudeciendo minuto a minuto. Las bombas jamás se detuvieron, y nosotros sabíamos que algún día nos alcanzarían, pero quisimos aferrarnos a la idea de que ese día nunca llegaría.
Poco a poco fui conociéndola mejor y fui abriéndole mi corazón —curiosa metáfora—, mostrándome sinceramente como el despojo humano que soy, desmembrado, ciego y conectado a la red por el resto de mis días, y esto no pareció disgustarle, al contrario, su espíritu caritativo la acercó más a mí. Por su parte, ella me habló de su trabajo, de su agitada ciudad y de sus metas en la vida. Me confesó que tampoco era cien por ciento humana, que tenía un apéndice mecánico para tipear incrustado justo por encima del ombligo y que para ocultarlo se había implantado siliconas en las tetas como si fuera una quinceañera de principios de siglo. Hablamos de muchas otras cosas íntimas y nuestro lazo trascendió los fríos grupos de unos y ceros que lo transportaban, hasta hacerse casi palpable. Soñamos con encontrarnos y amarnos —nunca le dije que ya no tengo pene— y formar una familia y un sinnúmero de cursilerías propias de almas solitarias que, sin embargo, nos empujaban a continuar con vida.
Hicimos todo eso hasta ahora.
Ahora Áurea no está del otro lado y el ruido es ensordecedor. Temo que algo malo le haya ocurrido y me consuelo pensando que tal vez su conexión haya sufrido problemas técnicos, pero nada que no se pueda solucionar. Imagino que ella corre por las calles de su ciudad buscando una terminal en condiciones, y que luego se interna en el océano de ruido y busca en las mismas —pero distintas— frecuencias que yo y aguza su sensibilidad para detectar mi débil señal de vida. Imagino que ambos no estamos muertos sino durmiendo, que el mundo sigue siendo el mundo y que pronto nos reencontraremos en él.
Imagino y sueño que ambos nos buscamos por todas las frecuencias, nos llamamos a gritos, nos deseamos, y, perdidamente enamorados, lloramos e inundamos la red con mares de ruido blanco.