miércoles, 18 de agosto de 2010

Ruido Blanco

Vamos a echar carne a las brasas. Aquí les presento Ruido Blanco, un relato cortito que me gusta mucho por lo descriptivo que es en tan pocas palabras.
Espero les agrade.

—Áurea, ¿estás allí?
Silencio, o mejor dicho, ruido, mucho ruido pero nada de ella. Me temo lo peor y eso me desespera. Reviso las frecuencias nuevamente, con cuidado, analizando hasta el bit más insignificante, confundiendo a propósito los protocolos para guardar una pequeña esperanza.
Lloraría si tuviera ojos; si aún los tuviera. Recuerdo el día que me los extirparon. Allí están las palabras de consuelo del querido —desaparecido— doctor Brown, pero no hay imágenes. Mis ojos estaban secos como pasas de uva y de nada servía seguir manteniéndolos en sus órbitas. Eran puro estorbo. Me los quitaron para evitar mayores traumas que interfirieran con el funcionamiento de la central. Era necesario y no los echo de menos. No tanto como a las piernas. A ellas sí, porque me hubieran servido para escapar de aquí y buscar a Áurea personalmente, a la antigua. Estoy seguro de que ese gesto romántico le hubiera agradado.
Áurea, ¡cómo te extraño!
En los últimos meses el mundo se ha convertido en un yermo. Ya no se escuchan las charlas animadas del viejo club Hattrick, o los cuchicheos ácidos de las muchachas de la oficina postal. No, ya nada de eso pasa por mis plugs, ni siquiera el traqueteo frenético de los cifrados mensajes militares que anunciaban la inminente guerra. Ahora sólo hay alguna que otra vieja máquina expendedora de café requiriendo aprovisionamiento de azúcar o aburridos y solitarios satélites espías retirados de la guerra fría, de la guerra caliente y de la posguerra, haciendo contacto en forma aleatoria para confundir al enemigo inexistente y no revelar su —absurda— posición.
Áurea apareció entre todos ellos como una luz de salvación, transmitiendo incansables pulsos de localización en pos de salvar vidas —inútilmente, hay que decirlo— en el frente de batalla, dondequiera que estuviera. No era personal de la cruz roja, como pensé al principio, sino de un emprendimiento privado que se apoyaba en donaciones anónimas, y su actitud servicial me conquistó de inmediato. Nos hicimos muy cercanos a pesar de la distancia que nos separaba y nos consolamos mutuamente a medida que el entorno iba desapareciendo, enmudeciendo minuto a minuto. Las bombas jamás se detuvieron, y nosotros sabíamos que algún día nos alcanzarían, pero quisimos aferrarnos a la idea de que ese día nunca llegaría.
Poco a poco fui conociéndola mejor y fui abriéndole mi corazón —curiosa metáfora—, mostrándome sinceramente como el despojo humano que soy, desmembrado, ciego y conectado a la red por el resto de mis días, y esto no pareció disgustarle, al contrario, su espíritu caritativo la acercó más a mí. Por su parte, ella me habló de su trabajo, de su agitada ciudad y de sus metas en la vida. Me confesó que tampoco era cien por ciento humana, que tenía un apéndice mecánico para tipear incrustado justo por encima del ombligo y que para ocultarlo se había implantado siliconas en las tetas como si fuera una quinceañera de principios de siglo. Hablamos de muchas otras cosas íntimas y nuestro lazo trascendió los fríos grupos de unos y ceros que lo transportaban, hasta hacerse casi palpable. Soñamos con encontrarnos y amarnos —nunca le dije que ya no tengo pene— y formar una familia y un sinnúmero de cursilerías propias de almas solitarias que, sin embargo, nos empujaban a continuar con vida.
Hicimos todo eso hasta ahora.
Ahora Áurea no está del otro lado y el ruido es ensordecedor. Temo que algo malo le haya ocurrido y me consuelo pensando que tal vez su conexión haya sufrido problemas técnicos, pero nada que no se pueda solucionar. Imagino que ella corre por las calles de su ciudad buscando una terminal en condiciones, y que luego se interna en el océano de ruido y busca en las mismas —pero distintas— frecuencias que yo y aguza su sensibilidad para detectar mi débil señal de vida. Imagino que ambos no estamos muertos sino durmiendo, que el mundo sigue siendo el mundo y que pronto nos reencontraremos en él.
Imagino y sueño que ambos nos buscamos por todas las frecuencias, nos llamamos a gritos, nos deseamos, y, perdidamente enamorados, lloramos e inundamos la red con mares de ruido blanco.

miércoles, 9 de junio de 2010

Encuentros

Un cuento injustamente olvidado que forma parte de una serie de relatos bélicos donde el ser humano es la herramienta de defensa de una especie más avanzada, pero que, dada su complejidad, no es sólo una simple herramienta.
Se relaciona estrechamente con Narae y La muerte Interior.

Andrea simulaba estar tranquila pero el golpeteo de su corazón la delataba. La luz se intensificó sobre su cuerpo y el objeto que la producía redujo la distancia que los separaba considerablemente. No podía acostumbrarse a ello. Su tensión nerviosa se incrementó y una gota de sudor frío asomó sobre su frente.
"Ahora vendrán las figuras grises y el desvanecimiento", se dijo, cubriéndose el rostro con la mano para poder distinguirlos. Sin embargo, eso no ocurrió. Había algo distinto esta vez. Unas luces de color verde y carmesí destellaban debajo del objeto que flotaba a pocos centímetros sobre el terreno del jardín de su casa. Le inquietó la novedad, no parecía tratarse de la misma nave que tantas veces viniera por ella. Se podía distinguir una forma ligeramente oval, como si fuera un trompo. "Tal vez el entrenamiento haya concluido" , pensó dudando dar un paso atrás, "o tal vez sea el comienzo de alguna nueva serie de pruebas". Intentó relajarse frente a la nave y demostrar una templanza que le era esquiva. Otras veces le habían presentado raros aparatos que ella debía ingeniarse para manipular o extraños enigmas escritos en una lengua que jamás había visto con anterioridad, para que los descifrara, pero éstas siempre tuvieron lugar dentro de la nave y a una distancia prudencial de cualquier centro urbanizado.
La máquina despidió un bufido y una nube grisácea la envolvió. La base del aparato se deslizó con suavidad hasta tocar el suelo y emergió de su interior un pequeño artefacto con ruedas y brazos cortos coronados en pinzas agudas; era de color metalizado y se movía con ligereza sobre el césped. Realizó unos giros sobre sí mismo y avanzó raudo hacia Andrea. Ella comprendió la amenaza de la embestida y dio un salto a tiempo, logrando mantenerse suspendida en el aire durante tres segundos, suficiente para eludir el ataque de las pinzas y descender lejos del artefacto. Por un instante lo perdió de vista en la oscuridad de la noche pero al rato lo vio emerger entre las patas de una reposera, por el flanco izquierdo. Andrea realizó un par de giros hacia delante y volvió a eludirlo. Sabía que debía estudiar sus movimientos un poco más, antes de aventurarse a atacar. No creía que aquello hubiese demostrado todo su poderío y no se equivocó. Luego de pasar a su lado por tercera vez intentó enfrentarla y, arqueando las pinzas por debajo de su cuerpo, dio un brinco directo a su rostro. El ataque fue imprevisible y el golpe pareció inevitable. Andrea apenas atinó a cerrar los párpados para proteger los ojos y girar levemente el rostro. El artefacto la golpeó con las ruedas delanteras que, descubrió, poseían unas púas que le produjeron heridas en la mejilla izquierda. Medio rostro quedó bañado en sangre.
Gritó de dolor y de furia y giró como un trompo extendiendo su pierna derecha hacia delante. Alcanzó al aparato antes de que éste aterrizase y el contacto con la piel modificada de su pie descalzo fue suficiente para quebrar su estructura metálica en forma letal. El aparato cayó al suelo, partido en dos, inutilizado. Sus ruedas cesaron de moverse. Luego, ella lamió la palma de su diestra y cubrió con saliva su herida sangrante. Cuando retiró la mano del rostro, éste estaba intacto.
La nave emitió un sonido agudo y corto y, después, uno grave y extenso. Andrea se inclinó hacia delante completando el saludo de rutina sabiéndose vencedora en aquella nueva prueba. El platillo apagó todas sus luces y desapareció verticalmente en el cielo estrellado.
La joven soltó un suspiro de alivio y alisó su cabellera revuelta. Sus tensos y poderosos músculos disimulados se relajaron. En un recuento de lo ocurrido notó que el camisón estaba algo manchado de barro y descosido, y comprendió que no todo había sido victoria. Caminó los tres metros que la separaban de la puerta trasera de su casa sin quitar la mirada de su prenda, ofuscada como estaba. Se sentía verdaderamente enojada, era un camisón de finísima tela. Los extraterrestres podrían ser maestros en artes bélicas pero sabían muy poco de alta costura. Ya les exigiría que le pagasen todas sus torpezas.

lunes, 24 de mayo de 2010

Rocas

Publicado en historias asombrosas, este relato es una pincelada de locura que busca transmitir desesperación y agonía. Espero haberlo logrado.


La estructura mineral se quiebra por fin y la grieta se presenta ante mis dedos temblorosos como una inyección de ánimo. Me estremezco de alegría y me sonrío. Quiero reír pero la falta de aire suficiente me hace toser y me arranca dolorosas lágrimas de los ojos. El resultado es favorable de todos modos. Me siento ansioso por acabar de abrir el hueco en la pared. El trabajo de esta noche ha sido todo un éxito y he avanzado varios metros en el interior de la caverna, acumulando el mineral suficiente para extender mi liderazgo absoluto en el ranking. Johnson no podrá más que felicitarme esta vez. Tendrá que reconocer lo bueno que soy. Y esos envidiosos de Bob y Jano se pasarán largas noches antes de poder imitar lo que yo he logrado. Ya puedo escuchar sus martillazos angustiosos, fatigados. No pueden contra mí. Me siento único.
Incrusto el pico de acero y empujo el mango hacia un lado, hasta que la roca restalla. Un buen hueco aparece bajo la tenue luz de las antorchas y el gris blanquecino de la capa de bauxita me reconforta. Golpeo con fuerzas denodadas hasta que una buena pila de rocas se amontona delante de mí y me lastima las manos en cada golpe. La sangre brota lentamente, mezquina, y la veo hipnotizado. El corazón se me hiela. Comprendo el signo. La sangre es la vida y que caiga sobre la roca extraída sólo puede ser un mal presagio. Retrocedo como espantado por un fantasma y limpio la sangre en mi pantalón. ¿Qué me habrá de ocurrir? Justo cuando el liderazgo en la competencia se muestra ante mí. ¿Qué será? En muchos años de haber extraído la roca del corazón de la montaña he visto el mismo signo en varias oportunidades, y nunca falló. Algo malo se está cerniendo sobre mí y es mejor que lo descubra pronto.
Extraigo de un bolsillo de mi pantalón una pastilla, la última, y la trago. Hubiera preferido tomar un poco de agua, pero no tengo tiempo para ir al lago. El dolor en la mano y el vacío en el estómago se calman. Las pastillas son fantásticas. Debo pedirle a Johnson que me traiga más.
Me apresuro a cargar la carretilla con la roca y realizo repetidos viajes hasta el depósito principal, allí donde la boca de la caverna se abre como un monstruo gigantesco que desea engullir el paisaje y las estrellas lejanas. La montaña de piedra acumulada es enorme. Johnson tiene que venir pronto por ella o no cabrá más, y tendré que buscar un nuevo depósito, pero en las cercanías; no confío en Jano mi en Bob, sobre todo en Bob. Dejarles un depósito lleno de rocas a mano es invitarlos a saquear el sitio. ¡Esos ventajeros! ¡Harían cualquier cosa por superarme!
Cuando acabo me derrumbo en mi sitio de descanso preferido, cerca del exterior, y contemplo las estrellas con angustia. Los golpes lejanos de Jano y Bob, acaso de Tarl también, resuenan apagados, rítmicamente, y me recuerdan que no estoy solo y que la competencia continúa su afanosa marcha, su salvaje e irrefrenable avance. Debo continuar, no me puedo dar el lujo de descansar, pero el miedo y la angustia me paralizan y me amarran a mi sitio. El presagio no suele tardar en cumplirse.
Las estrellas lejanas me envían guiños, mensajes cifrados. Alguna vez intenté comprender su significado pero no pude lograrlo. Es difícil hallar las mismas estrellas cada noche en este mundo vagabundo y cada estrella emite su propio mensaje. Sin embargo juego otra vez a leer sus palabras y las vigilo sin pestañear, fija la mirada y la atención. Quizás ellas sepan qué es eso tan malo que me puede ocurrir.
La cabeza me pesa y se ladea, y siento que me caigo hacia un lado, hacia un abismo. Abro los ojos inmediatamente y me doy cuenta de que me he quedado dormido. No sé por cuánto tiempo, pero aún es noche cerrada y las estrellas conocidas están altas en el firmamento. Habrán transcurrido una o dos horas, no más. Es suficiente descanso. Me levanto y me percato de que el silencio reinante es inusitadamente espeso. Algo está fuera de lugar. Me vuelvo hacia el exterior de la caverna y dudo. En la penumbra del sendero no se distingue nada en particular, en la ladera de la montaña todo es tan estático como de costumbre. Entonces comprendo que lo que falta es el continuo golpeteo lejano, el martilleo rítmico del trabajo de Jano, Bob y Tarl. Y el de algún otro, más allá del murallón gris, donde Johnson me dijo que existían más competidores. Salgo al exterior y comienzo a respirar con dificultad, como siempre me ocurre. El aire me sabe enrarecido y el enorme espacio abierto me atemoriza. Es una sensación extraña, indeseable, pero debo soportarla si quiero saber qué ha ocurrido con Jano y con Bob. Y con Tarl, claro. Avanzo por el sendero en penumbras y redescubro el paisaje hostil que se extiende del otro lado de la ladera de la montaña. Son muchos kilómetros de roca y de tierra árida, de escasos arroyos y de pequeños lagos, imperturbables hasta donde alcanza la vista. En la oscuridad de la noche los picos de las montañas forman figuras caprichosas, temibles. Es tan vasto este mundo que creo que voy a morir por estar tan desprotegido. Debería regresar a la caverna, olvidarme de Jano, de Bob y de Tarl, y retornar al trabajo, a la competencia. Sí, eso es lo que debo hacer. Sin embargo sigo avanzando por el sendero sin saber por qué, continúo hollando el pedregullo que bordea la ladera de la montaña con mayor celeridad. Creo que hay algo esperando allí. No estoy seguro.
Ahora lo veo. Es un objeto grande y rectangular, ligeramente achatado en los extremos. Parece incrustado en la roca. Al acercarme noto que sus paredes son metálicas y que están deformadas por golpes, abolladas aquí y allá, perforadas en distintas partes, a distintas alturas. Me detengo y lo observo. Parece un vehículo. Es un vehículo. Es inmenso y está accidentado. Y también muerto. Parece haber muerto hace mucho tiempo y de una forma brusca. El polvo cubre buena parte de su superficie. Me acerco a una de las perforaciones e ingreso instintivamente. Afortunadamente, el miedo al espacio abierto desaparece, el vértigo abandona mi estómago y me siento aliviado. Aquí dentro es como estar en la caverna. Igual de acogedor, igual de silencioso. La opresión deja lugar a otra angustia de igual tamaño: hambre. El vacío en el estómago arremete. Camino en la oscuridad con ligereza, con seguridad. Alcanzo una escalerilla y asciendo hacia una segunda plataforma, extensa y fría. Avanzo hasta un extremo y encuentro un arcón abierto. Dentro hay muchas píldoras. Trago dos y me guardo muchas otras en los bolsillos. A un lado del arcón hay un objeto rectangular. Lo levanto y palpo su superficie lisa y delicada. Una luz interna se enciende de pronto y aparece una imagen y un nombre dibujados sobre la placa. Es un rostro pulcro y apuesto de alguien que me resulta lejanamente conocido. Su mirada profunda y su sonrisa segura me gustan. Imito esa sonrisa. Debajo del dibujo hay un nombre: Johnson. ¡Ja, ja! ¡Qué curioso! Se lo diré a Johnson cuando lo vea. Él y este hombre tienen el mismo nombre. Le va a causar gracia.
De pronto siento una apertura en mi mente, una expansión. Hubo un accidente aquí, en este vehículo espacial. Alguien se estrelló y quedó varado, solo, en un planeta hostil. Alguien cuyo rostro me mira desde un pequeño trozo de metal. Alguien familiar, pero, al mismo tiempo, lejano e inalcanzable.
La placa se apaga y la dejo donde la encontré, riéndome para mis adentros a cuenta, imaginándome la cara de Johnson cuando le cuente lo que encontré. Johnson es mi amigo, el único en este planeta hostil, el mejor que tuve nunca. Es casi un hermano. Nos reiremos mucho y charlaremos largo rato cuando nos volvamos a encontrar.
Desciendo por la escalerilla rápido. No quiero perder más tiempo. Salgo fuera con decisión, sin detenerme a pensar en el espacio abierto y en la distancia inacabable del planeta. Si lo hago quizás no me anime a continuar. Lo sé. Me conozco. Encuentro el sendero de inmediato y deshago mis pasos con mayor celeridad aún. Es imperioso que vuelva. Estoy atrasado. Rodeo la ladera de la montaña y diviso la boca de la caverna a la distancia. El corazón me da un respingo. Por fin acabará la travesía. Por fin tendré sólo buenos augurios. Por un tiempo, al menos. Antes de ingresar a la caverna comienzo a oír nuevamente los golpes lejanos de Jano y Bob. Y también el de Tarl. Tan rítmicos como siempre. Tan persistentes que dan ganas de retomar el trabajo, la competencia. Me tranquilizo. No estoy solo, siempre estarán ellos allí, intentando vencerme, intentando trabajar más fuerte y mejor que yo. Y también estará Johnson. Él no me abandonaría nunca. Es mi amigo. Me conoce tan bien como yo mismo.
Avanzo por el pasillo abierto en la roca y las luces de las antorchas me reciben. Hay alegría en el lugar. Hay calor de hogar en su interior. Vengo de visita, pero voy a quedarme un buen rato. Vengo a ver a mi amigo, y traigo muchas pastillas en los bolsillos. Él las necesita. Se alegrará mucho de saber que Johnson está aquí.

miércoles, 21 de abril de 2010

Tiempo de descuento

Este cuento es uno de los pocos humorísticos que escribí y que aún me arrancan una sonrisa al leerlo. Lo envié oportunamente a un concurso donde no tuvo suerte y quedó encajonado hasta hoy.


Para los que no conocen una spika, aquí se las presento:



Ciertamente puede parecer un milagro chapucero, ínfimo, despreciable, y puede que sea cierto, pero es un milagro después de todo. Admito que su descubrimiento no me generó inmediatas riquezas, ni poder absoluto, como esperaba; sólo una felicitación de mis pares y el aliento a continuar mis investigaciones. “Ahora hay que darle para adelante con verdaderas ganas”, me dijo, irónicamente, el Jefe de la cátedra de Espacio-Tiempo de la Universidad de Luján mientras fumaba en su anticuada pipa, en el living de mi casa, con aire de superioridad. “Es una lástima que las limitaciones energéticas no te permitan mayores logros”, reiteró el físico Radmín Jassar, a quien no recuerdo bien porqué invité a la reunión. Ahora que lo pienso, quizás no lo hice, quizás fuera un colado nomás. Los dos ingenieros electromecánicos carraspearon toda la noche, sin emitir juicio alguno, y la joven doctora en sociología se limitó a mirarme en forma sensual y a coquetear con los demás hombres. Sus pezones rígidos me recordaban al dial de mi recién estrenada invención y, durante los cortos lapsos repetitivos, jugué con la idea de retorcérselos hasta hacerla gritar. Eran, en verdad, un conjunto de necios y envidiosos, hombres de altos estudios pero de medio pelo, gente del montón. No sabían apreciar mi descubrimiento.
Sé que viajar un minuto al pasado no implica un gran logro, aun cuando el dispositivo fuese portátil y liviano como una radio de bolsillo, de similar aspecto también, ya que, de hecho, desmantelé una Spika que me regalaron los amigos del café para montar en su interior el ingenio temporal. No, no era gran cosa, no justificaba haber armado tanto revuelo ni haber hecho venir a gente de tan dispares regiones. El Tiempo de Descuento, o TD, era sólo eso, prolongar la agonía de un presente efímero, mirar durante un minuto una película vieja, rebobinarla y volverla a mirar. Funcionaba con dos pilas doble A comunes, aunque no de las berretas, y permitía, a quien lo manipulara, viajar un minuto al pasado. El problema consistía en que después de cada viaje debía transcurrir otro minuto antes de poder ser empleado nuevamente. Cosas de la carga capacitiva y de la maldad del Universo. Sólo podía acumular la energía necesaria durante el mismo lapso de tiempo que luego desandaba, y esa era una ecuación que yo no podía alterar, un límite absoluto, un maldito fracaso.
¿De qué puede ser útil regresar un minuto al pasado?, me pregunté. No servía para ganar la lotería porque nadie aceptaba apuestas a último momento, no funcionaba en casinos porque, lo descubrí entonces, los grandes magnetos de las ruletas cambiaban el resultado en función de las apuestas existentes; tampoco lo podía utilizar en partidas de póker clandestinas porque los muy malditos, intuyendo quizás mi invención, se tomaban más de un minuto en mostrar las cartas, y todo retorno resultaba infructuoso.
Sin embargo, sí hallé otras buenas utilidades al dispositivo que al menos me mantuvieron entretenido como niño con juguete nuevo: sacarme el gusto de golpear Jefe de la cátedra de Espacio-Tiempo para luego regresar y dejar las cosas en su lugar; aprovecharme de alguna secretaria generosa de cuerpo y ligera de ropas (¡hay que ver el tiempo que lleva desvestirlas en invierno!), experimentar el salto al vacío sin paracaídas, Spika en mano, desde una altura superior a los quinientos metros (a menor altura uno puede estropearse contra el suelo antes de reaccionar al miedo y activar el TD). La utilidad más importante, y más grave, fue descubrir que podía ir al bar, sentarme, pedir una jarra de cerveza bien helada, beberla de un solo trago y regresar un minuto atrás, justo al momento en que el mozo me sirviera la misma jarra, llena, por supuesto, con la misma virtuosa bebida. El ciclo vicioso podía repetirse tantas veces como alcohol pudiera soportar el cuerpo, y todo por el ínfimo gasto de diez pesos, que era el valor de una jarra.
Y como era de esperarse, el vicio se hizo carne.
Cierta vez, luego de una docena de TD, alcé un dedo hacia el mozo para rechazar la cerveza y cortar el maleficio y caí desmayado sobre la mesa, babeando frente a los desconcertados presentes que no se explicaban cómo podía estar ebrio sin haber probado una gota de alcohol. Esa vez, al despertar me encontré con la aguda desesperación de saberme robado, desnudo y abandonado en un descampado. Por las ropas y la billetera no me preocupé tanto como por la Spika. La máquina había caído en malas manos. Bueno, todas las manos que no fueran las mías eran malas, pero esta gente ya demostraba hábitos poco deseables.
Regresé a casa como pude y me aboqué a la búsqueda del dispositivo TD removiendo cielo y tierra. Visité el bar en varias oportunidades, donde todos coincidieron en que me habían dejado dentro de un taxi, le habían pagado al conductor y le habían dado expresas órdenes de llevarme a casa. Órdenes que, por otra parte, evidentemente no cumplió. En vano intenté identificar al taxista en una ciudad donde existen más taxis truchos que legales, y también fue infructuoso el rastreo en el descampado donde despertara desnudo.
Agotado y resignado abandoné su búsqueda y traté de dedicar mi tiempo a mejores causas: perfeccionar un nuevo dispositivo TD, buscando, inútilmente, vencer la barrera del minuto añadiendo baterías extras.
Al poco tiempo de trabajo, una noticia en la primera plana de un diario matutino me llamó poderosamente la atención: “Club Luján campeón invicto de la división C del fútbol argentino”. Era para asombrarse. La crónica resaltaba los increíbles resultados del equipo campeón, en cualquier cancha donde se presentara, siendo que si no ganaba por goleada, hallaba, en el minuto final, un rebote afortunado que le diera el triunfo. Releí la nota varias veces y sonreí victorioso. Por fin, Luján campeón.
Más allá de la alegría, alcancé a sospechar de la metodología empleada por el técnico, quien sostenía que cambiaba de táctica según se lo exigiese cada momento del partido. Nadie hace eso. Los Directores Técnicos son las personas más obstinadas que existen y aquel comportamiento no podía ser otra cosa que la provechosa utilización de mi dispositivo de Tiempo de Descuento.
Hallar al técnico con el TD en las manos no fue tarea fácil. Una tarde, en el estacionamiento del club Luján, mientras caminaba hacia su vehículo, corrí sigilosamente detrás suyo, garrote en mano, y me lancé con todas mis fuerzas hacia adelante. El garrote silbó en el aire y golpeó el suelo, haciéndome vibrar hasta el cabello más íntimo. Al momento, el desvanecido DT escapaba a toda velocidad en su automóvil, lanzándome una sonrisa socarrona. En ese instante comprendí su astuta acción y, por mi parte, retrocedí el tiempo con mi nuevo TD y volví a agazaparme detrás suyo. Esta vez no me lancé como un loco, sino que intenté sorprenderlo con un grito aterrador.
Nuevamente se escapaba en el automóvil.
Pensé en matarlo, pero aquello excedía la lógica y acabaría siendo peor; de manera que continué, una y otra vez, retrocediendo el minuto final, hasta que, en una buena ocasión, el garrote impactó de pleno en su cabeza y cayó desmayado. Me sorprendí de haberlo logrado y me incliné sobre él de inmediato. En su diestra sostenía el TD Spika y sus dedos índice y pulgar apresaban firmemente el dial. Pero así y todo no había podido escapar. Sólo cabía una respuesta. Destapé la Spika y me hallé con lo que había supuesto: “Logivac Battery”, el tipo era un amarrete, se lo tenía merecido.
Tener dos dispositivos TD me permitió viajar dos minutos consecutivos en el tiempo. Luego, ambos debían recargar el capacitor, pero lo hacían en solo un minuto, de manera que podía retroceder otros dos —tres en total— y así logré hacer una diferencia significativa: una hora al pasado.
El billete de lotería ganador me dio una buena satisfacción. El póker clandestino también. Otras tantas y absolutamente necesarias obras de autofinanciación me permitieron trabajar en dispositivos temporales de mayor magnitud sin preocuparme por los gastos, y compré a mansalva decenas de baterías recargables y paneles solares. Estaba embriagado de poder.
La cosa iba sobre ruedas y pensé en retornar hasta el humillante día de la reunión en casa, con esos insignificantes ingenieros y doctores que me habían vuelto la cara. Ahora tenía un método que me permitía viajar días enteros. Debían darme el crédito que me merecía. Era un éxito.
Lamentablemente decidí pasar primero por el bar para festejar la victoria sobre el tiempo y el espacio, y, por supuesto, me llevé todos los TD conmigo. No confío en nadie.
El mozo me saludó cordialmente y trajo enseguida una jarra de cerveza bien helada.
Aún estoy festejando.

sábado, 13 de marzo de 2010

Matnú

Este fue mi primer cuento publicado en papel, en la antología Sin equipaje de la editorial Dunken (y no puse un peso, que conste), y tiene una historia curiosa. En ese tiempo estaba escribiendo (quizás deba decir intentando escribir) una novela policial, y en un pasaje en el cual el protagonista busca información sobre Matnú, se encuentra con este cuento, supuestamente anónimo, y lo asombra. La cosa es que inmediatamente después de haberlo escrito decidí sacarlo fuera de la novela como cuento corto y, ya ven, tuvo su éxito.
Posteriormente fue publicado en web en la revista Sinergia.

Bajé por Defensa mientras armaba mi tuco y lo encendía en la punta. Aspirarlo mucho de entrada siempre me sofocaba pero el tuco era un vicio indescriptible, un vuelo rasante sobre calderas ardientes, y te pedía que lo aspires con fuerza. Empalmé con Hernandarias y llegué al aguantadero de don Miguel. El tipo vendía merca a buen precio y le pedí una linda carga, para revender, y entonces fue cuando me habló por primera vez de Matnú. Me dijo que el tuco era tan bueno porque lo traía de ahí y que si quería me podía mostrar cómo llegar.
Yo dudé un poco porque don Miguel era un tipo hábil que no perdía el tiempo ni el negocio con un revendedor por nada, y se lo dije. Él me respondió que estaba un poco cansado del negocio y que, no sabía por qué, cada día se le hacía más difícil salir de Matnú; era cosa de esas calles laberínticas que tenía, me dijo, que lo mareaban y que, temía, acabarían por atraparlo definitivamente si no se alejaba a tiempo.
La verdad que la oportunidad me gustó y acepté. Esa misma noche don Miguel me acercó con su camioneta hasta una de las entradas, como él le decía, que estaba en la calle Araoz y Puerto de Palos, a la vuelta de Caminito. Me hizo bajar. Me dijo que tenía que seguir a pie, que él ya no se metería en Matnú nunca más. Antes de irse me tiró el nombre del Tuerca y de Mustafá, dos contactos de adentro de la Ciudad de los Herejes. Avancé unas cuadras hasta que pronto me perdí entre tanta curva y, no sé cómo, fui a dar con el tugurio del Tuerca. Entré intentando no llamar demasiado la atención pero fue al cuete. Ya me estaban esperando adentro y, según me dijeron después, todos en Matnú estaban al tanto del cambio de distribuidor. El tuerca se me acercó y extendió la mano. Yo le puse un fajo de billetes de cien en la palma y él sonrió. Después vino Mustafá que había dejado de apretujarse con una mina, trayendo un paquete de buen tamaño. Me lo dio y me dijo: “Mañana queremos bufosos pibe. No nos traigas guita. En Matnú necesitamos muchos bufosos”. Luego me dieron el olivo y caminé por una hora hasta encontrar Caminito y poder salir a una avenida. La verdad que no pude entender por qué era tan difícil orientarse allí.
Días más tarde, cuando los intercambios de armas por drogas era habitual entre nosotros, el tuerca me palmeó un hombro y se me acercó por la espalda. Puso su boca cerca de mi oído y me dijo: “Esta tarde lo perdí al Mustafá, pibe. Mañana venite que vos lo vas a reemplazar”. Me hablaba de ocupar un lugar en su pandilla y de vivir allí, en Matnú, para siempre, la Ciudad de los herejes, cuna de la corrupción, la violencia y la muerte, de la que no se podía salir si uno pasaba demasiado tiempo dentro. Le sonreí al tuerca y me fui sin decir nada.
Esa noche me llevó más tiempo que de costumbre orientarme, ya que cada vez que giraba a derecha o izquierda volvía a encontrarme con el tugurio del tuerca. Cuando el corazón empezó a golpearme el pecho del susto, encontré la salida de la ciudad y regresé a casa casi corriendo, mirando todo el tiempo para atrás para ver si alguien me seguía.
Después de esa vez, a Matnú no volví nunca más, y retomé la reventa del tuco en Avellaneda y Lanús, lugares más caretas pero con abundante clientela; y es aún hoy que por las noches, cuando estoy parado en alguna esquina oscura esperando a los giles con mis fasos y el tocho en las manos, que siento la respiración del tuerca detrás de la oreja y el susurro de sus palabras que lastiman: “Venite a Matnú, pibe. Todavía te estamos esperando”.

sábado, 23 de enero de 2010

LA MUERTE INTERIOR

No encuentro mejor manera de comenzar con este blog que presentando mi cuento más renombrado. Fue publicado en el sitio Axxón y luego en el I Anuario Axxón en papel; fue seleccionado y publicado en el Fabricantes de Sueños 2008 y apareció también, en una versión más compacta en Breves No tan Breves.


Las ráfagas cruzaban letales en todas direcciones mientras mi batallón se abría paso a la fuerza, devolviendo el ataque de los aeríes. Nuestro poder de fuego era mayor. Las botas se afirmaban en la atmósfera exótica como si se tratara de tierra firme y nos impulsaban en saltos descomunales al tiempo que descargábamos nuestras armas sobre todo lo que se moviera. Los rayos eran letales y su alcance medio, de no más de sesenta metros, nos otorgaba gran ventaja en la lucha cuerpo a cuerpo. Aún así nos era bastante difícil acertar en el blanco ya que los aeríes se movían con mucha agilidad y precisión. No nos podíamos permitir el menor descuido en nuestros movimientos pues un salto en falso significaría quedar expuestos a alguna de sus innovadoras técnicas de ataque.
Unas decenas de aeríes se agruparon en 103 y 14 sur y se lanzaron en nuestra búsqueda intentando sorprendernos. Una señal en mi brazo cibernético me dio aviso del ataque instantes antes de percibir la vibración aguda y sibilante que producían las patas traseras al atravesar el aire. Giré el rostro y vi las sombras avanzando, moviendo sus colas como látigos. Para el ojo humano eran tan sólo un borrón negro sobre el fondo azulado del cielo de Florencia II, una mancha fugaz y mortífera. Por esto, los visores de nuestros cascos se encargaban de resaltar la figura del enemigo por sobre el fondo y remarcar todo indicio de concentración de energía, proveniente de la boca de algún cañón, y toda posible debilidad en el cuerpo fibroso del rival. Indiqué a mi batallón el nuevo objetivo manipulando los sensores en mi tórax. Viramos a 105 y 25, por encima de ellos, y nos lanzamos al frente.
El fuego cruzado hacía estallar campos de energía y corazas protectoras de ambos bandos. Cuatro o cinco descargas efectivas más sirvieron para aclarar la zona frente a nuestras narices. Los cuerpos enemigos mutilados por los chorros energéticos se desplomaban pesadamente sobre la superficie planetaria. Miré a mi alrededor y consulté el indicador de los otros batallones, los del este y del norte, y le envié a mi grupo la estimulante señal de la victoria inminente con un toque suave al sensor en mi tórax. En todos los frentes los aeríes se replegaban sobrepasados por el número y la destreza de las tropas humanas. Los expulsaríamos de Florencia II casi con la misma facilidad que los extermináramos en Ganha y con un mínimo de pérdidas. La victoria parecía al alcance de la mano.
Y entonces, vi la eclosión roja.
La apertura del portal que les permitiría huir hacia sus nidos fue tan repentina que nos tomó completamente por sorpresa. Los restantes soldados enemigos aprovecharon para saltar por encima de nosotros, en un último contraataque sobre la línea externa de nuestras fuerzas. Vi alzarse la monstruosa figura, como una sombra, como una exhalación, y sólo atiné a elevar el rostro al cielo. El contacto fue efímero pero fatal. El aguijón silbó en el aire y se hincó en mi cuello perforando la malla de acero del traje, para invadirme internamente con esa sustancia viscosa. Luego, en el tiempo que consume un pestañeo, se replegó y se alejó hacia aquel portal rojo que había surgido de manera súbita cuando nuestra victoria parecía definitiva. Los aeríes retrocedieron sobre la superficie etérea dando brincos con sus patas traseras, haciendo vibrar el aire con una melodía nueva, agónica. Seguí a mi atacante con la mirada, aturdido. La vi una última vez antes de traspasar el portal y, a pesar de su semejanza con una langosta gigante y de todo el odio que los humanos hubimos sentido por los de su especie durante la guerra, yo ya no pensaba lo mismo. Sus movimientos me parecían graciosos e incitantes. Sentí el influjo del líquido ponzoñoso obligándome a ir tras aquella criatura que me atacara y corrí arañando el aire con mi traje guerrero sin detenerme a pensar que moriría al atravesar el portal. Debía alcanzarla porque la necesitaba. Sentía un sofocante y devorador calor interno que sólo se aplacaría cuando nuestro cuerpos se unieran allá, del otro lado del universo, donde el fuego abrasador de los mil soles te envuelven y te transforman en energía, liberándote de la esclavitud de la carne.
La vi una última vez cuando el portal se la tragaba y vi sus ojos, pendiendo de dos antenas sutiles. La vi y corrí. Y descubrí que no corría sólo, sino que muchos de mis compañeros corrían en la misma dirección, con idénticos anhelos. Habíamos dejado caer nuestras armas y nuestros cascos para desarrollar mayor velocidad. Ya no podíamos recordar que unos instantes atrás disparábamos rayos de energía, aniquilando sin miramientos a cuanto enemigo se nos cruzara. Algunos compañeros de batallón alcanzaron el portal y sus figuras fueron tragadas por el rojizo fulgor de luz. La muerte, del otro lado, era instantánea, indolora. La hubiera vivido en carne propia de no mediar el sargento Melquíades, quien, al verme poseído por el efluvio hormonal, me persiguió y me alcanzó, arrojándose pesadamente sobre mí.
—¡No capitán! —me gritaba mientras caíamos hacia la superficie planetaria—. No se deje vencer por esos malditos.
—Dejame ir. La necesito —gemía yo esforzándome por mantener mi vista fija en el portal.
—¡No, usted no los necesita! Es un engaño.
Y no me soltó en todo el trayecto que nos separaba del terreno blando de Florencia II. Los campos energéticos contuvieron el impacto de nuestros cuerpos y, tras varios rebotes, nos depositaron sobre el suelo húmedo y maloliente. Cuando pude reaccionar alcé la vista al cielo y mi corazón pareció quebrarse. El portal estaba involucionando y desaparecía. Lo contemplé sabiendo la futilidad de todo esfuerzo por alcanzarlo y caí de rodillas con mi rostro bañado en lágrimas. Jamás la alcanzaría. Se encontraría a miles de años luz de mí, danzando bajo los rayos luminosos de otros soles. Casi podía imaginarla, esperándome por siempre. Lancé un grito de dolor y me desvanecí.
Cuando desperté fue como si continuara durmiendo. Una nube de vapor cubría todo mi entorno y un pesar indescriptible me aprisionaba el pecho. Los únicos sentimientos que albergaba eran tristeza y desgano. Divisé entre el vapor y el mareo las caras borrosas de varios médicos que me examinaban curiosos. Hablaban en un lenguaje desconocido y se movían agitados. Noté una camilla fría y dura bajo mi cuerpo entumecido y un incesante rumor, como el del motor de una nave estelar. También creí oír gritos de desesperación y algunas corridas. De alguna manera supe que no estaba solo allí, dónde fuera que me encontraba. Cerré los ojos ansiando soñarla nuevamente. Como no sabía su nombre, la había bautizado Danahel que era el nombre de la mujer que más hube amado tiempo atrás, cuando era cien por cien humano.
Danahel. Su nombre me erizaba la piel. Sentada, sola, de espaldas a la locura de la civilización, me esperaba. Ahora, su cuerpo era el de una mujer humana, sin exageraciones, sutil. El banco y el jardín aparecieron después y en sus manos una margarita perfecta que brillaba bajo la luz blanquecina de los mil soles.
—Me da pena deshojarla —me dijo, y me la entregó. La recibí, y luego de un instante mágico donde nuestros dedos se rozaron fugazmente, la flor se marchitó en la palma de mi mano y se desgranó como si fuera de arena. Miré a mi amada y extendí un brazo. Acaricié su rostro y sentí el calor de su piel. Ella tomó mi mano entre las suyas y se llevó mi índice a la boca. La humedad de los labios y la caricia de la lengua en la yema del dedo me excitaron. Me aproximé para besarla, pero entonces ella pareció incomodada con mi actitud y me alejó con un gesto de rechazo. Cuando extendí los brazos para rodearle el talle su cuerpo empezó a alejarse a gran velocidad, inmovilizado, imperturbable, como si se tratara de un cuadro.
Los ojos me ardían del cansancio. El contacto con el líquido me devolvió a la realidad de las brumas y las figuras fantasmales. Tras un largo período de desorientación identifiqué a los médicos de campaña. Algunos recuerdos de batallas llegaron a mí. Uno de ellos conectó varios tubos a mi brazo cibernético y comenzó a extraer líquidos de colores fosforescentes. Otro meneaba la cabeza y no se quedaba quieto.
—... su nombre...
Algo me preguntaban pero yo no alcanzaba a comprender. ¿Mi nombre, mi rango? ¿Cuál era mi nombre? No lo sabía. ¿Qué era un rango? Quería hablar pero mi lengua estaba hinchada contra el paladar y era pesada como una roca.
Entre las figuras fantasmales la distinguí, inquieta, huidiza. Danahel sonreía y se asomaba por detrás de los médicos. Alzaba mi mano para alcanzarla pero ella se alejaba cada vez. Me agité en la camilla y gemí su nombre. El primer médico se acercó y me observó con una mirada borrosa. Alguien más apareció frente a mí. El color de sus ropas me evocó algo lejano y ya perdido. Miró al otro y dijo en voz alta algunas palabras que pude entender.
—Catatonia. Ejército diezmado. Muerte interior. Irrecuperable.
Entre la bruma de ideas borrosas y figuras delirantes hubo un instante de lucidez plena dónde recordé mi nombre, mi rango, mi batallón y la guerra. Recordé la huida de Danahel y su aguijón y comprendí que aquello que me hacía desear su presencia era el producto del líquido viscoso que ella me inyectara en el fragor de la batalla. Afectaba el centro nervioso y lo modificaba. No era amor entonces, sino un arma tan letal como nuestros propios rayos de energía. No mataban al enemigo, sólo lo diezmaban plagándolo de heridos de muerte interior. Era una estrategia tan antigua como la propia guerra. Un soldado muerto no genera más pérdidas que la propia baja. Uno herido retrasa y produce gastos. Millares de muertos en vida podrían hacernos perder la guerra. Lo supe en aquel instante y también supe que luego no lo recordaría, ya nunca lo recordaría.
Danahel surgió nuevamente detrás de los médicos y se acercó a mí, seductora. Su cuerpo desnudo se contoneaba, haciendo vibrar con cada paso unos senos redondos y firmes. Intenté luchar contra ella, contra aquel sentimiento adormecedor que me anulaba y me imposibilitaba reaccionar, pero sus caricias en las partes más sensibles de mi cuerpo me hacían arder por dentro y borraban todo rastro de identidad. Me aferré a un último recuerdo, al instante preciso de su ataque, cuando el aguijón penetraba mi piel y me inyectaba el líquido culpable de mi muerte en vida. El recuerdo permaneció allí unos segundos, proyectado frente a mis ojos como si se tratara de una película erótica, una pareja ligada en un acto sexual extravagante. El cuerpo arqueado del soldado humano unido por el aguijón latente a la criatura dominante que lo observaba con sus ojos y antenas alertas, a la vez que eyaculaba su veneno pasional. Luego fui perdiendo sus contornos de a poco, se esfumaron como bruma, hasta que sólo quedó su rostro insinuante y su cuerpo, encaramado sobre mi cuerpo, moviéndose con frenesí para hacer desaparecer el último vestigio de mi pasado. Ya no podría evitarla, el placer era enloquecedor. Me perdería por siempre en aquel sueño engañoso, fatídico y sublime a la vez.
Por eso, cuando el otro médico dijo “eutanasia” recibí la noticia con alivio. Por eso cuando la aguja brilló en el aire y trazó una parábola hasta alcanzar mi brazo, atravesando la figura fantasmal de mi amada enemiga, me sentí agradecido.
Danahel se detuvo de pronto y me miró sin comprender, como si me reprochara aquel desplante. Luego se alejó de mí angustiada y mientras el veneno recorría mi sangre, se despidió para ya no volver.