miércoles, 21 de abril de 2010

Tiempo de descuento

Este cuento es uno de los pocos humorísticos que escribí y que aún me arrancan una sonrisa al leerlo. Lo envié oportunamente a un concurso donde no tuvo suerte y quedó encajonado hasta hoy.


Para los que no conocen una spika, aquí se las presento:



Ciertamente puede parecer un milagro chapucero, ínfimo, despreciable, y puede que sea cierto, pero es un milagro después de todo. Admito que su descubrimiento no me generó inmediatas riquezas, ni poder absoluto, como esperaba; sólo una felicitación de mis pares y el aliento a continuar mis investigaciones. “Ahora hay que darle para adelante con verdaderas ganas”, me dijo, irónicamente, el Jefe de la cátedra de Espacio-Tiempo de la Universidad de Luján mientras fumaba en su anticuada pipa, en el living de mi casa, con aire de superioridad. “Es una lástima que las limitaciones energéticas no te permitan mayores logros”, reiteró el físico Radmín Jassar, a quien no recuerdo bien porqué invité a la reunión. Ahora que lo pienso, quizás no lo hice, quizás fuera un colado nomás. Los dos ingenieros electromecánicos carraspearon toda la noche, sin emitir juicio alguno, y la joven doctora en sociología se limitó a mirarme en forma sensual y a coquetear con los demás hombres. Sus pezones rígidos me recordaban al dial de mi recién estrenada invención y, durante los cortos lapsos repetitivos, jugué con la idea de retorcérselos hasta hacerla gritar. Eran, en verdad, un conjunto de necios y envidiosos, hombres de altos estudios pero de medio pelo, gente del montón. No sabían apreciar mi descubrimiento.
Sé que viajar un minuto al pasado no implica un gran logro, aun cuando el dispositivo fuese portátil y liviano como una radio de bolsillo, de similar aspecto también, ya que, de hecho, desmantelé una Spika que me regalaron los amigos del café para montar en su interior el ingenio temporal. No, no era gran cosa, no justificaba haber armado tanto revuelo ni haber hecho venir a gente de tan dispares regiones. El Tiempo de Descuento, o TD, era sólo eso, prolongar la agonía de un presente efímero, mirar durante un minuto una película vieja, rebobinarla y volverla a mirar. Funcionaba con dos pilas doble A comunes, aunque no de las berretas, y permitía, a quien lo manipulara, viajar un minuto al pasado. El problema consistía en que después de cada viaje debía transcurrir otro minuto antes de poder ser empleado nuevamente. Cosas de la carga capacitiva y de la maldad del Universo. Sólo podía acumular la energía necesaria durante el mismo lapso de tiempo que luego desandaba, y esa era una ecuación que yo no podía alterar, un límite absoluto, un maldito fracaso.
¿De qué puede ser útil regresar un minuto al pasado?, me pregunté. No servía para ganar la lotería porque nadie aceptaba apuestas a último momento, no funcionaba en casinos porque, lo descubrí entonces, los grandes magnetos de las ruletas cambiaban el resultado en función de las apuestas existentes; tampoco lo podía utilizar en partidas de póker clandestinas porque los muy malditos, intuyendo quizás mi invención, se tomaban más de un minuto en mostrar las cartas, y todo retorno resultaba infructuoso.
Sin embargo, sí hallé otras buenas utilidades al dispositivo que al menos me mantuvieron entretenido como niño con juguete nuevo: sacarme el gusto de golpear Jefe de la cátedra de Espacio-Tiempo para luego regresar y dejar las cosas en su lugar; aprovecharme de alguna secretaria generosa de cuerpo y ligera de ropas (¡hay que ver el tiempo que lleva desvestirlas en invierno!), experimentar el salto al vacío sin paracaídas, Spika en mano, desde una altura superior a los quinientos metros (a menor altura uno puede estropearse contra el suelo antes de reaccionar al miedo y activar el TD). La utilidad más importante, y más grave, fue descubrir que podía ir al bar, sentarme, pedir una jarra de cerveza bien helada, beberla de un solo trago y regresar un minuto atrás, justo al momento en que el mozo me sirviera la misma jarra, llena, por supuesto, con la misma virtuosa bebida. El ciclo vicioso podía repetirse tantas veces como alcohol pudiera soportar el cuerpo, y todo por el ínfimo gasto de diez pesos, que era el valor de una jarra.
Y como era de esperarse, el vicio se hizo carne.
Cierta vez, luego de una docena de TD, alcé un dedo hacia el mozo para rechazar la cerveza y cortar el maleficio y caí desmayado sobre la mesa, babeando frente a los desconcertados presentes que no se explicaban cómo podía estar ebrio sin haber probado una gota de alcohol. Esa vez, al despertar me encontré con la aguda desesperación de saberme robado, desnudo y abandonado en un descampado. Por las ropas y la billetera no me preocupé tanto como por la Spika. La máquina había caído en malas manos. Bueno, todas las manos que no fueran las mías eran malas, pero esta gente ya demostraba hábitos poco deseables.
Regresé a casa como pude y me aboqué a la búsqueda del dispositivo TD removiendo cielo y tierra. Visité el bar en varias oportunidades, donde todos coincidieron en que me habían dejado dentro de un taxi, le habían pagado al conductor y le habían dado expresas órdenes de llevarme a casa. Órdenes que, por otra parte, evidentemente no cumplió. En vano intenté identificar al taxista en una ciudad donde existen más taxis truchos que legales, y también fue infructuoso el rastreo en el descampado donde despertara desnudo.
Agotado y resignado abandoné su búsqueda y traté de dedicar mi tiempo a mejores causas: perfeccionar un nuevo dispositivo TD, buscando, inútilmente, vencer la barrera del minuto añadiendo baterías extras.
Al poco tiempo de trabajo, una noticia en la primera plana de un diario matutino me llamó poderosamente la atención: “Club Luján campeón invicto de la división C del fútbol argentino”. Era para asombrarse. La crónica resaltaba los increíbles resultados del equipo campeón, en cualquier cancha donde se presentara, siendo que si no ganaba por goleada, hallaba, en el minuto final, un rebote afortunado que le diera el triunfo. Releí la nota varias veces y sonreí victorioso. Por fin, Luján campeón.
Más allá de la alegría, alcancé a sospechar de la metodología empleada por el técnico, quien sostenía que cambiaba de táctica según se lo exigiese cada momento del partido. Nadie hace eso. Los Directores Técnicos son las personas más obstinadas que existen y aquel comportamiento no podía ser otra cosa que la provechosa utilización de mi dispositivo de Tiempo de Descuento.
Hallar al técnico con el TD en las manos no fue tarea fácil. Una tarde, en el estacionamiento del club Luján, mientras caminaba hacia su vehículo, corrí sigilosamente detrás suyo, garrote en mano, y me lancé con todas mis fuerzas hacia adelante. El garrote silbó en el aire y golpeó el suelo, haciéndome vibrar hasta el cabello más íntimo. Al momento, el desvanecido DT escapaba a toda velocidad en su automóvil, lanzándome una sonrisa socarrona. En ese instante comprendí su astuta acción y, por mi parte, retrocedí el tiempo con mi nuevo TD y volví a agazaparme detrás suyo. Esta vez no me lancé como un loco, sino que intenté sorprenderlo con un grito aterrador.
Nuevamente se escapaba en el automóvil.
Pensé en matarlo, pero aquello excedía la lógica y acabaría siendo peor; de manera que continué, una y otra vez, retrocediendo el minuto final, hasta que, en una buena ocasión, el garrote impactó de pleno en su cabeza y cayó desmayado. Me sorprendí de haberlo logrado y me incliné sobre él de inmediato. En su diestra sostenía el TD Spika y sus dedos índice y pulgar apresaban firmemente el dial. Pero así y todo no había podido escapar. Sólo cabía una respuesta. Destapé la Spika y me hallé con lo que había supuesto: “Logivac Battery”, el tipo era un amarrete, se lo tenía merecido.
Tener dos dispositivos TD me permitió viajar dos minutos consecutivos en el tiempo. Luego, ambos debían recargar el capacitor, pero lo hacían en solo un minuto, de manera que podía retroceder otros dos —tres en total— y así logré hacer una diferencia significativa: una hora al pasado.
El billete de lotería ganador me dio una buena satisfacción. El póker clandestino también. Otras tantas y absolutamente necesarias obras de autofinanciación me permitieron trabajar en dispositivos temporales de mayor magnitud sin preocuparme por los gastos, y compré a mansalva decenas de baterías recargables y paneles solares. Estaba embriagado de poder.
La cosa iba sobre ruedas y pensé en retornar hasta el humillante día de la reunión en casa, con esos insignificantes ingenieros y doctores que me habían vuelto la cara. Ahora tenía un método que me permitía viajar días enteros. Debían darme el crédito que me merecía. Era un éxito.
Lamentablemente decidí pasar primero por el bar para festejar la victoria sobre el tiempo y el espacio, y, por supuesto, me llevé todos los TD conmigo. No confío en nadie.
El mozo me saludó cordialmente y trajo enseguida una jarra de cerveza bien helada.
Aún estoy festejando.

No hay comentarios:

Publicar un comentario