miércoles, 9 de junio de 2010

Encuentros

Un cuento injustamente olvidado que forma parte de una serie de relatos bélicos donde el ser humano es la herramienta de defensa de una especie más avanzada, pero que, dada su complejidad, no es sólo una simple herramienta.
Se relaciona estrechamente con Narae y La muerte Interior.

Andrea simulaba estar tranquila pero el golpeteo de su corazón la delataba. La luz se intensificó sobre su cuerpo y el objeto que la producía redujo la distancia que los separaba considerablemente. No podía acostumbrarse a ello. Su tensión nerviosa se incrementó y una gota de sudor frío asomó sobre su frente.
"Ahora vendrán las figuras grises y el desvanecimiento", se dijo, cubriéndose el rostro con la mano para poder distinguirlos. Sin embargo, eso no ocurrió. Había algo distinto esta vez. Unas luces de color verde y carmesí destellaban debajo del objeto que flotaba a pocos centímetros sobre el terreno del jardín de su casa. Le inquietó la novedad, no parecía tratarse de la misma nave que tantas veces viniera por ella. Se podía distinguir una forma ligeramente oval, como si fuera un trompo. "Tal vez el entrenamiento haya concluido" , pensó dudando dar un paso atrás, "o tal vez sea el comienzo de alguna nueva serie de pruebas". Intentó relajarse frente a la nave y demostrar una templanza que le era esquiva. Otras veces le habían presentado raros aparatos que ella debía ingeniarse para manipular o extraños enigmas escritos en una lengua que jamás había visto con anterioridad, para que los descifrara, pero éstas siempre tuvieron lugar dentro de la nave y a una distancia prudencial de cualquier centro urbanizado.
La máquina despidió un bufido y una nube grisácea la envolvió. La base del aparato se deslizó con suavidad hasta tocar el suelo y emergió de su interior un pequeño artefacto con ruedas y brazos cortos coronados en pinzas agudas; era de color metalizado y se movía con ligereza sobre el césped. Realizó unos giros sobre sí mismo y avanzó raudo hacia Andrea. Ella comprendió la amenaza de la embestida y dio un salto a tiempo, logrando mantenerse suspendida en el aire durante tres segundos, suficiente para eludir el ataque de las pinzas y descender lejos del artefacto. Por un instante lo perdió de vista en la oscuridad de la noche pero al rato lo vio emerger entre las patas de una reposera, por el flanco izquierdo. Andrea realizó un par de giros hacia delante y volvió a eludirlo. Sabía que debía estudiar sus movimientos un poco más, antes de aventurarse a atacar. No creía que aquello hubiese demostrado todo su poderío y no se equivocó. Luego de pasar a su lado por tercera vez intentó enfrentarla y, arqueando las pinzas por debajo de su cuerpo, dio un brinco directo a su rostro. El ataque fue imprevisible y el golpe pareció inevitable. Andrea apenas atinó a cerrar los párpados para proteger los ojos y girar levemente el rostro. El artefacto la golpeó con las ruedas delanteras que, descubrió, poseían unas púas que le produjeron heridas en la mejilla izquierda. Medio rostro quedó bañado en sangre.
Gritó de dolor y de furia y giró como un trompo extendiendo su pierna derecha hacia delante. Alcanzó al aparato antes de que éste aterrizase y el contacto con la piel modificada de su pie descalzo fue suficiente para quebrar su estructura metálica en forma letal. El aparato cayó al suelo, partido en dos, inutilizado. Sus ruedas cesaron de moverse. Luego, ella lamió la palma de su diestra y cubrió con saliva su herida sangrante. Cuando retiró la mano del rostro, éste estaba intacto.
La nave emitió un sonido agudo y corto y, después, uno grave y extenso. Andrea se inclinó hacia delante completando el saludo de rutina sabiéndose vencedora en aquella nueva prueba. El platillo apagó todas sus luces y desapareció verticalmente en el cielo estrellado.
La joven soltó un suspiro de alivio y alisó su cabellera revuelta. Sus tensos y poderosos músculos disimulados se relajaron. En un recuento de lo ocurrido notó que el camisón estaba algo manchado de barro y descosido, y comprendió que no todo había sido victoria. Caminó los tres metros que la separaban de la puerta trasera de su casa sin quitar la mirada de su prenda, ofuscada como estaba. Se sentía verdaderamente enojada, era un camisón de finísima tela. Los extraterrestres podrían ser maestros en artes bélicas pero sabían muy poco de alta costura. Ya les exigiría que le pagasen todas sus torpezas.