sábado, 2 de abril de 2011

El destino y la piel

Les presento un relato corto que ha tenido una suerte dispar. Originalmente se publicaría en una revista de CF peruana, pero ésta nunca llegó a aparecer. Luego de varias idas y vueltas acabó como finalista del certamen Monstruos de la Razón 2010 que organiza Ocio Zero.


De todas las técnicas de caza que conozco, la del noatí es la más ingrata. Uno llega a ese planeta infernal donde habitan y son plaga, coloca las jaulas y simplemente se sienta a esperar que ellos aparezcan. Generalmente, por la tarde, salen de sus cuevas y, no bien lo ven a uno, no importa la distancia donde se encuentren, comienzan un lento peregrinar rumbo al interior de la trampa. Cuando el número es demasiado grande y ya no caben, aguardan casi con impaciencia que yo vacíe la jaula en el depósito de la nave y la reponga a su sitio para, ahora sí, ingresar en ella. A veces, en sus rostros inexpresivos, creo notar deseos de ser capturados, pero resulta sólo un efímero instante y luego la ilusión se pierde para dejar paso a esa mirada vacía y casi triste que poseen. Sus cuerpos miden aproximadamente sesenta centímetros, son algo obesos y sin formas definidas, y carecen de pelo alguno. Tienen una tonalidad grisácea y caminan sobre dos cortas patas traseras. Sus cabezas y orejas redondas le otorgan una similitud sorprendente con algunos osos pequeños, ya extintos, que habitaban la Tierra, y su base alimenticia son las matas y arbustos que consiguen crecer sobre el suelo árido. Su caza es algo que me produce un desagrado inexplicable, mas el valor al que se comercializa su piel hace soportable el clima inclemente y esa opresiva sensación de estar depredando criaturas indefensas. Sentado sobre unas rocas resecas considero la posibilidad de ampliar mis jaulas hasta alcanzar el centenar. Aún dispongo de buena capacidad de carga en mi nave y la necesidad de aumentar mis ingresos monetarios se agudiza ahora que Leticia está por darle vida a nuestro primer hijo. Incluso podría utilizar la cámara ejecutora para transportar sus cuerpos. Es posible refrigerarla lo suficiente como para mantener la carne en buen estado. Si bien lo más valioso es su piel suave e impermeable, no puedo darme el lujo de despreciar la carne. En Ganha se la puede canjear por combustible, repuestos y otros suplementos importantes. Las jaulas están colmadas y ya culmina el día. Es suficiente por hoy. Me pongo de pie con esfuerzo, pensando que la falta de exigencia física acabará por achancharme, y agito suavemente una varilla de madera que utilizo como único instrumento de cacería para destrabar las puertas de las trampas. Una a una las coloco en posición y el guinche de la nave comienza a arrastrarlas al interior. Los noatíes apenas lanzan unos suaves silbidos que parecen motivados más por la fatiga de permanecer de pie tantas horas que por estar siendo conducidos a su exterminio inmediato. Es un silbido rítmico que se produce cuando expelen el aire de sus pulmones a través las fosas nasales mientras que éstas comienzan a vibrar como respuesta al cansancio. Al cerrar una de las últimas puertas siento que algo tosco, como una piedra o un trozo de madera, roza mi mano izquierda. La retraigo sorprendido y veo a un noatí que, vuelto hacia mí en su jaula, posee una pata delantera apoyada sobre el enrejado. En su rostro concibo un gesto de curiosidad, pero sus ojos no me ven directamente a mí sino a algo en mi pechera de cazador. Me miro y descubro qué le llama la atención. Es un diminuto prendedor que posee la fotografía del rostro de Leticia, un regalo bastante cursi que ella me hiciera y que yo, a regañadientes, sabiéndome el blanco de las burlas de los demás cazadores, acepté utilizar. Sorprendido y un poco molesto la cubro con la mano libre. El animal, sin embargo, no desvía la mirada y me intranquilizo. Me apresuro a cerrar la puerta de la trampa y casi corro para culminar el trabajo en las restantes jaulas. Cuando todo está dispuesto regreso a la plataforma de carga de mi nave y superviso que la maquinaria funcione correctamente. Es un proceso simple de apilamiento de las jaulas y de conexión con las portezuelas de las cámaras ejecutoras. Entre las filas que se forman se deja un estrecho pasillo que me permite mover libremente para liberar las trampas y activar las cámaras en forma manual, si fuera necesario. Al estar todos los noatíes almacenados en el hangar, a espera de ser procesados, sus cuerpos despiden un olor fuerte que puede producir náuseas al que no esté acostumbrado a ello. Es el sudor producto del hacinamiento y la inmovilidad. La plataforma del hangar finalmente se cierra momentos antes que la noche helada y los vientos fuertes caigan sobre la superficie planetaria. Avanzo por los primeros pasillos y destrabo las trampas. Las portezuelas de las cámaras se abren y engullen conjuntos de cuatro animales por vez. Dentro de ellas les espera una muerte indolora y rápida al recibir un certero impacto de láser a través de los globos oculares que les amputa la frágil unión entre el cerebro y la médula. Todo marcha bien con las primeras pilas pero pronto siento una inquietud que me aqueja y se hace cada vez más fuerte. Busco con la mirada y descubro a un noatí observándome. Tal vez sea el mismo de antes, aunque eso es difícil de saber dada su similitud con los demás. A medida que avanzan los grupos rumbo a la cámara, él ajusta su mirada con un suave movimiento de la cabeza para no perderme de vista. No me quedan dudas, me está viendo. La inquietud es demasiado fuerte y decido detener la cinta transportadora de su fila. Voy hacia el depósito y regreso con un elevador. Me subo a la plataforma y activo el dispositivo hasta alcanzar la altura del noatí curioso. Este me mira todo el tiempo sin perderse un solo movimiento, pero sólo él lo hace; el resto continúa indiferente, silbando por las fosas nasales, con la vista fija en las cámaras de ejecución. ¬—¿Qué pasa, pequeño? —le pregunto irónicamente inclinándome hacia él. Y entonces, de un momento a otro, su cuerpo se desvanece en el interior de la jaula y reaparece a mi lado, parado sobre el elevador. Extiende su corta pata delantera y me toca suavemente el pantalón. Me sorprendo pero extrañamente no me muevo del lugar. “Siento curiosidad por saber quién eres —me dice sin mover un solo músculo de su rostro—, y por lo que vendrá. Sé que he de morir en pocos instantes más y me atraen las posibilidades que me esperan.” Hay un sentimiento ambiguo en mi interior. Por un lado, urgencia por quitarme esa criatura de encima, por el otro, necesidad de escucharlo. Lo último resulta más fuerte. “Nuestra gente —continúa él con palabras que sólo oigo dentro de mi cabeza— habita este mundo desde antes de que el tuyo tuviera vida, y tantos años de evolución nos han permitido conocer cosas para ustedes impensadas. Cosas como la muerte y la reencarnación. Sabemos que luego de muertos naceremos nuevamente a la vida en la especie que haya resultado nuestro depredador. Así hemos vivido la vida de todas las especies que habitan nuestro mundo.” “La llegada de tu gente es un cambio por demás atractivo al cual ahora nos está destinado evolucionar y, personalmente, me agradaría mucho poder engendrarme como tu primer hijo.” Sus palabras me asombran y me alarman. ¿Cómo puede saber lo de Leticia? Mis rodillas amenazan con doblarse y tiemblan involuntariamente. Culminado su discurso se esfuma y reaparece nuevamente dentro de la jaula mirándome como a la espera de que yo reactive la cinta. Dudo por un instante y desciendo del elevador preocupado y conmovido. Ignoraba por completo que los noatíes poseyeran aquella inédita capacidad de traslación; es más, jamás los creí seres inteligentes. Esta novedad me sacude interiormente. Ella le otorga un matiz muy diferente a mi tarea: Ahora no se trata simplemente de cazar animales, se trata de depredar una raza milenaria tanto o más evolucionada que la mía propia. Trago saliva. Además, el hecho de haber permitido su evolución en humanos como yo me aterra; y mucho más me aterra la posibilidad de que ese animal fofo y sin gracia acabe siendo mi hijo. La idea me repugna. Miro sus cuerpos lampiños y no puedo dejar de verlos como simples sacos de piel. De una piel exquisita y valiosa. De una piel que puede alterar el destino de mi vida, o no. El destino o la piel. Qué más da. Ya está hecho. No tengo un cálculo real pero en diez años de profesión han pasado muchos millares de seres por mis manos y por las de otros cazadores humanos. La reencarnación es por demás un hecho consumado... aunque siempre cabe la posibilidad de que esa creencia noatí no sea cierta después de todo. Nunca fui demasiado creyente en nada. Me doy la vuelta lentamente y reactivo la cinta intentando no mirarles el rostro. Sus cuerpos avanzan e ingresan en las cámaras de a cuatro por vez. En el aire se extiende un silbido suave. Ahora el sonido no se me antoja a fatiga. Ahora parece un canto pacífico y alegre.

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